Es fácil deducir que aquel niño, a quien nunca lo habían apartado de su hogar, quedara maravillado al llegar a ese sitio sureño de la geografía matancera conocido como Caimito de Hanábana, rodeado de animales y de atributos de la naturaleza.
La vida campestre y los hallazgos continuos de aquel mundo debió ser, hasta cierto punto, algo divertido para un niño de apenas nueve años de edad, que ahora, además, iba a intimar definitivamente con su padre, hombre, aunque de buen corazón, sobrio en ternuras.
Hacia dicho lugar, situado a unos seis kilómetros de la localidad de Amarillas, en el actual municipio de Calimete, emprendieron viaje padre e hijo, el 13 de abril de 1862, la mayor parte del trayecto en tren.
Don Mariano había sido nombrado capitán juez pedáneo en Caimito de Hanábana, comarca que en aquel momento pertenecía a la jurisdicción de Colón o Nueva Bermeja, en la Ciénaga de Zapata.
A solicitud del padre, y gracias a su excelente caligrafía y la virtud de leer con facilidad, el menor ayudaría con los documentos que hubiera que escribir, como una especie de secretario.
Aunque no abundan las evidencias, algunos historiadores creen descubrir claves importantes de su permanencia en aquel paraje, para distinguir la vida posterior de ese cubano de proyección universal. Una influencia que, sin duda, lo ayudó más tarde a descifrar alguna que otra disyuntiva y devino quizá algo así como una fuente de consulta permanente.
Allí se vio obligado, de una u otra manera, a sobreponerse a los rigores del campo, conoció el mundo rudo de los campesinos, y experimentó el deleite de montar a caballo, así como de proteger un gallo fino, detenerse en el encanto de los riachuelos, de los animales y las más disímiles plantas y frutas silvestres.
Por las noches, «reclinado hacia atrás en un taburete, mira los juegos de fulguraciones en el cielo estrellado», contaría Jorge Mañach.
Lea también: Más martianos que nunca
Parte de esa exploración que no escapa a la mirada inocente de un niño ávido por aprender, lo refleja en carta a su madre, en octubre de 1862, primer documento escrito por el Maestro de que se tenga noticia, y en ella hace notar, según estudiosos, una ética en formación.
Investigadores de su obra destacan cómo, en esa misiva, «sencilla, elocuente, graciosa y sincera», el niño Martí describe con buena redacción sus primeras impresiones de aquel escenario.
Tiene valor notable, por otra parte, una experiencia que lo marcó y que pasado el tiempo tuvo constancia poética en sus Versos Sencillos. Haber presenciado más de una escena desgarradora de la esclavitud y del tráfico clandestino de esclavos se grabaría para siempre en su mente.
El problema del negro en la Cuba de entonces, otro asunto sustancial de su ideario, dejó sin duda una huella imborrable en su espíritu. Es justificado pensar que en alguna ocasión viera « …a un esclavo muerto, / colgado a un seibo del monte».
Pero hasta dónde impactó en toda su dimensión aquella experiencia a un hombre que llegaría a ser uno de los más grandes pensadores políticos hispanoamericanos del siglo XIX, con una obra imprescindible, pudiera ser una historia todavía más larga que la conocida.
Lo que sí parece claro es que no pocas veces en su vida debió evocar esta demarcación matancera y pensar que, a una edad tan temprana, el destino lo premió con llevarlo hasta ese sitio en el que aprendió lecciones necesarias para propósitos ulteriores.
Más allá de cualquier fabulación, y del hecho cierto de que no abundan los testimonios de esa influencia, la lógica indica que el tiempo vivido allí tuvo una recompensa para el futuro del hombre genial que fue Martí.
Ese lugar adquirió una dimensión justiciera, al erigirse un memorial en tributo a nuestro Héroe Nacional, en fecha relativamente reciente.
A pesar del paso del tiempo, en la zona reina la misma calma que debió llamar la atención del niño Martí, cuando hace 162 años, de la mano de su padre y con más de una pregunta surcándole en la cabeza, llegó a Caimito de Hanábana. (Por: Ventura de Jesús)