Julio Antonio Mella murió el 10 de enero de 1929, vilmente asesinado en México. El Asno con garras lo mandó a matar para segar su ejemplo. El revolucionario que más había hecho por Cuba en menos tiempo, tal como lo calificara Fidel, tenía al morir 26 años.
Mucho nos enseña su vida, consagrada a la dignidad humana, la que, en conceptos martianos, debía alcanzar todo hombre.
Acaso lo más valioso de su existencia es que lo revolucionario no viene prescrito ni con moldes diseñados. El líder virtuoso, el fundador de la Federación Estudiantil Universitaria, sabía que era necesaria otra universidad. Para él, la única solución a la mediocridad que allí campeaba era vencer la mediocridad de la República.
Para eso rescató al Apóstol antimperialista de los homenajes rimbombantes y vacíos en los que se le ocultaba. De revolucionario a comunista; de maestro de obreros a estudiante de obreros; de fundador de universidades a fundador del Partido Comunista de Cuba. Perseguido, temido en su liderazgo. Y entonces, asesinado.
Cuando los centristas de su época quisieron pasar de contrabando la reforma y no la revolución, Mella, como una tromba, los desnudó por su nombre.
El único antimperialismo que merece su nombre es el anticapitalista. La única revolución que ha de escribirse con mayúscula es la antiburguesa. El único futuro que merece todos los sacrificios es el que conduzca a una sociedad sin clases. La única lucha, la que conquiste toda la justicia.
Cuando enero recuerda el crimen, el pensamiento cuestiona qué Mella debemos rescatar. ¿El de mármol en busto, con gesto viril y heroico, como un héroe ejemplar, o el iconoclasta, antidogmático, rebelde, revoltoso?
¿El que descansa en páginas apacibles, como ejemplo del «disciplinado» que nunca fue, o el indomable que no cabe en libro alguno? ¿El fundador o el expulsado? ¿Quiénes llaman a la puerta? ¿Cuáles puertas abriremos?
La fecha convida a pensar, una vez más, de qué juventud revolucionaria es la que se precisa. La hora apunta a la acción, a no dejar morir al que en México no hizo sino elevar su vida, al que renace de entre sus cenizas, custodiadas por la Universidad. Mientras construimos las respuestas, que nos llegue el grito vital de Mella en su agonía: ¡Muero por la Revolución!