Sentado en el portal de su casa, a pocos metros del mar, el hombre tejía una tarraya, como quien destejía el tiempo. Al detenerme en su labor, me dio por pensar que cada puntada bien pudiera ser un suceso de su vida, un recuerdo que afloraba con la fugacidad de la propia existencia, o que quizá, con cada movimiento de la aguja, intentaba dirigir el ir y venir de las olas, que desfallecen a orillas de Caletón en los días de calma.
¿En qué pensará este hombre de piel curtida por el sol y el salitre? ¿En el temor que produce el huracán cuando sorprende a los pescadores?
Como su tez morena, entrelazaba los hilos de una red que seguramente también se calcinaría con los años y el salitre. Todo pescador que se respete posee una, y ambos recibirán el golpe suave, constante y desgastador del sol y la sal.
“Para la pesca hay que nacer, puedes aprender uno o dos trucos de cómo sacar un pez, pero el verdadero pescador nace a orillas del mar, el resto siempre será aficionado”, me dijo Jorge Luis González cierta vez, cuando me topé con él, hace casi una década, en la Ciénaga de Zapata.
Cada puntada sucedía a otra, en una faena que parecía no tener fin. La paciencia y precisión distinguen al buen tejedor, además de la destreza que se adquiere con los años, conocí aquella vez. “Las puntadas han de ser precisas para que al lanzar la red alcance un mejor vuelo. Son necesarios años de prácticas”, me aseguró.
El pescador entabla un vínculo casi místico con el sol. Prefiere ser el primero en saludarlo y despedirlo; el astro rey corresponderá tanto respeto con el arribo de peces. Y hasta regalará un destello de luz para advertir sobre la presencia de cardúmenes.
“La mejor hora para pescar siempre será en el clarear de la mañana, o cuando cae la tarde. Las sardinas entran a la orilla en la madrugada y salen en la noche. En la oscuridad producen una luminosidad fosforescente, como una llamarada azul, y no hay pez que se le acerque, le cogen miedo, y ahí nosotros aprovechamos”, me dijo aquella vez sin apartarse de su faena.
Luis continuaba en su labor, pacientemente. Su padre le enseñó cuanto sabía. Además de fabricar tarrayas, pescaba con ellas, salvaguardando un oficio milenario. “Lanzarla no es fácil, también lleva años de ejercicio. Debes sostener bien el plomo, ser preciso al lanzarla porque te puedes golpear”.
La tarraya es como una extensión del cuerpo del pescador. Al arrojar la red, pareciera que pretende abrazar la inmensidad; amplitud azul que a veces se detiene tras el flash de una cámara. Hay imágenes hermosas donde el mar pierde protagonismo, como lo es captar el preciso momento en que el hombre lanza la red, instante solo superado por apreciar a quien la teje.
“Para un pescador la tarraya es indispensable. Su resistencia depende de la calidad del nailon. Sin ella no obtendríamos carnada. Aquí capturamos dos tipos de sardinas: la Escamúa y la De Ley. Debes proteger la red, enjuagarla tras culminar la captura y resguardarla a la sombra, así alargarás su vida útil”.
Sentado en el portal de su casa, a pocos metros del mar, Jorge Luis González tejía una tarraya, como quien destejía el tiempo… de aquel encuentro hace ya 10 años.