Hay mañanas en que el olor a café no te deja escapar. A menos de dos cuadras de casa queda la Torrefactora, donde tuestan el café de la cuota, el Hola, de la provincia; ese del que intentas huir, pero al final en algún punto tienes que morir en él o con él, aunque sea mezclado con un poco del bueno.
Cuando se trabaja allí, de la chimenea brota un humo espeso que, aunque cierres las ventanas, se cuela por los resquicios y se te sienta en las butacas a darte muela y te revisa la ropa a ver si andas con algún descosío o con la etiqueta por fuera. Por unas horas, realmente, sientes como si chapoletearas en una taza de café.
Hace unos días atrás el fotógrafo que trabaja conmigo andaba en zona y vino a tumbarme una colada. Nunca me ha molestado que la gente aparezca así, de repente; a veces se reza por que llegue una visita para poder armar la cafetera sin cargos de conciencia por gastar las reservas. Entonces, él tropezó con el humo, muy cómodo él, sentado en la butaca. Me preguntó por qué estaba ahí, tan orondo, y también la razón por la cual parecía que chapoleteábamos, él y yo y los perros, en una taza como la que sostenía en la mano.
Cuando le explico, me pide ir a la Torrefactora, a tomar algunas imágenes. Hace 29 años vivo en el mismo sitio y nunca me picó la curiosidad por saber qué sucedía allá adentro. Creo que temía lo que pudiera hallar y después, con el expreso delante, debiera apelar a un “no, gracias”; y qué haría yo entonces cuando el día viniera cabrón o, lo más triste, cómo haría para volver a tropezar contigo.
Por la maldita circunstancia del café por todas partes no paro de encontrarme contigo, como si nos oliéramos las ganas de sentarnos en una mesa a contarnos historias y tú me preguntaras “¿cuántas?”, y yo te respondiera “dos cucharaditas y media” y tú subieras los ojos hasta detrás de los párpados abiertos, “melaza pura”, me dijeras.
El jefe de turno nos recibió y nos mostró las instalaciones. Si en mi casa, a 200 metros de distancia, el olor era fuerte, ahí parecía que quería meterse tan dentro de ti que iba a develar tus más oscuros secretos. A ello se le suma el calor por los hornos al rojo vivo y el ruido intenso de los equipos. “Creo que, si trabajara aquí, le haría rechazo al café”, le comenté al fotógrafo. Él solo asintió en lo que enfocaba la cámara.
Al llegar a las dos naves, una contigua a la otra, donde se ubica la línea de producción, primero tropiezas con dos máquinas iguales, unas especies de hornos que llaman sopletes. En una de ellas se tuesta el café, en la otra el chícharo. Antes ya me había fijado en que, en el suelo, por aquí y por allá, estaban el grano rubio del cereal y el verde o rojo del café. Sentía cómo los escachaba con la suela al caminar. Hace mucho tiempo supe que lo mezclaban; no obstante, choca un poco observar cómo lo hacen y sé que por varias jornadas cuando beba café pensaré que es potaje, como el que hace mi mamá que lo pasa por la batidora para que parezca puré.
“Como ven, solo usamos el chícharo; por ahí anda quien dice que le echamos frijoles negros o lo que se les ocurra”, me comenta el jefe de turno.
Cuando los granos terminan en el soplete, aún humeantes, bajan por una canal hasta una piscinita. Desde ahí pasan por un sistema de tuberías con aire a presión que los refresca. Luego se mezcla el chícharo con el café, “50-50. Esa es la proporción. Aquí no hay invento”, me aseguran y yo solo recordaba las cafeteras que se tupen y debes bajar de la candela, enfriar en la llave de agua y retornar al fogón para que pueda funcionar y al final te queda un fluido negro que se asemeja al alquitrán.
Por último, otra máquina los empaqueta —en esos mismos nailons que llegarán a tu cocina y que romperás para verter su contenido en un pozuelo viejo— y a través de una estera llegan a manos de un trabajador que los coloca en unos cubos. Había uno de ellos que inteligentemente al lado de su puesto colocó un ventilador e intentaba, por lo menos, espantar un poco el calor y el rancio aroma que te mareaba en un punto.
El fotógrafo y yo nos retiramos de la Torrefactora, ambos con el miedo real de que le cogeríamos asco al próximo expreso, y solo estuvimos media hora allí; pero no, 10 minutos después estábamos sentados en espera de que la camarera nos trajera la próxima dosis.
Creo que más que una necesidad orgánica, roza con lo espiritual y lo identitario. Por ello, no importa con qué excusa: siempre hace falta otra colada. Necesitamos un café para despertar a Dios que, después del séptimo día, se quedó un poco adormilado y está como en modo automático. Yo, por lo menos, requiero uno porque no quiero salir de la cama. Allá afuera no sé qué me espera: una despedida que diremos que no es despedida, sino separación momentánea hasta que le otorguen la residencia; la reunión a la que ya no me queda dolor de barriga que inventarme para no ir, o el miedo irracional a que me pregunten una dirección y no la conozca y decepcione a la ciudad.