La última película de Martin Scorsese, Killers of the flower moon, acaba de salir y me niego a compartir expectativas. Con él nunca se sabe, o más bien soy yo el que nunca sé. Un gran número de veces me decepciona e irrita, y otro tanto me conmueve y eleva. Cuando su lobo de Wall Street se come el mundo, permanezco atrapado en cierta edad de inocencia; mientras se la juega a lo grande en un casino, sigo buscando el color del dinero en un billar; si su aviador sobrevuela Hollywood, me obstino en bordear los cabos del miedo.
Y a propósito de esta última comparación, pues en algo debo centrarme para manifestar mi entusiasmo porque haya vuelto a estrenar un megaproyecto, y nada menos que a sus casi 81 años, confieso que me alegra sobremanera la iniciativa de enfrentar a su dueto mimado y atormentado de divos: DiCaprio y De Niro, entre los cuales me quedo con el más veterano. He leído y escuchado que chocaron durante el rodaje por sus métodos actorales opuestos, que el antaño camaleónico Robert hace el ya típico papel de sí mismo frente a un Leo que asombra. Bien, bien, eso me gusta. Polémica. Fogaje. Quiero ver la pantalla arder en un duelo de titanes, si es que lo hay.
Ni siquiera apuesto por uno ni por otro. Solo espero escéptico, muy escéptico, un Scorsese que vuelva a sacar lo mejor, aunque apenas dure tres segundos en plano medio, de ese diamante en bruto llamado Robert De Niro, el que recogió de las malas calles a inicios de los 70 y durante tantas obras maestras pulió. Nadie ha domado mejor a un toro salvaje de la actuación ni a su vez un actor se ha esforzado tanto por prestigiar a su director sin saberlo, convirtiéndose en la forma humana de eso tan ambiguo e indefinible que llamamos el corazón de una película, y que en ocasiones surge ante la cámara y no tras ella.
Todas las colaboraciones entre Marty y Bobby me gustan, por lo que tengo fe en que esa costumbre medio supersticiosa se me revierta en un nuevo disfrute con Killers of the flower moon. En su mayoría no me apasionan, tal vez eso lo logran solo Taxi Driver (1976), New York, New York (1977) y Toro Salvaje (1980). Tendría que echar un nuevo vistazo a El rey de la comedia (1983), ¿por qué no? La última vez que visité El Cabo del Miedo (1991) me llevé una sorpresa, tras años de relegarla al exceso shakesperiano de sus perpetradores. Otras, de momento solo me gustan: Malas calles (1973), Buenos muchachos (1990), El irlandés (2019). Alguna me irrita un poco por su ampulosidad, como Casino (1995), pero acaba por simpatizarme.
Aclaro que, para mí, ni uno ni otro son la quintaesencia del cinematógrafo. Si bien los admiro y gozo a plenitud en mucho de lo que han hecho, tienden a no dejarme disfrutar de su arte con tranquilidad. Se la pasan inmersos en la improvisación vertiginosa, cada cual en lo suyo, de modo que por lo general les prefiero a media máquina. Así me llegan más, así nos entendemos mejor. No obstante, mentiría si no admitiera sentirme atraído por una parte enfermiza de su obra conjunta, como centrifugado por una vorágine rumbo a la turbiedad maravillosa y adictiva que solían pergeñar tan bien en los comienzos.
Tomemos, por ejemplo, Taxi Driver. La desolación hecha un clásico. De ese De Niro que no requiere ni una sola mueca para componer el más lunático entre los lunáticos de la década, aterrador con el pelo estilo mohawk y también sin él, ¿qué más se ha sabido? ¿Por qué los ojos no le brillan con la misma fuerza bajo el mando de otros cineastas, aun cuando son el recurso más importante de su proyección física en pantalla? Con Coppola ha estado maravilloso, y con De Palma (su verdadero descubridor), y Cimino, y Leone, y Joffé, y Mann, y Tarantino… Pero, a partir de Travis Bickle y su diálogo con el espejo, le pertenece por siempre a Scorsese; como Mifune a Kurosawa, o Wayne a Ford, pese a otros buenos rendimientos en los currículums de estos titanes. No es que lejos de Marty deje de ser uno de los grandes actores, sino que junto a él lo vemos convertirse en ese, plano a plano.
Solo con leves matices de diferencia, si nos fijamos, me refería al mismo poder en la mirada que derrocha poco después en Toro Salvaje, donde da un paso más allá y deriva la contención inquietante de su taxista noctámbulo en una nueva forma de interpretar con el cuerpo, mucho más arriesgada que las poses del Actor’s Studio en su vertiente inicial de malotes. Antes de Mickey Rourke, era De Niro el heredero más directo de Brando, y no lo logró en la piel del joven Vito Corleone o del veterano de Vietnam que jugaba a la ruleta rusa, no: fue mientras apuntaba con una pistola a su propio reflejo, al dar golpes contra el muro de una celda, al autodestruirse y ganar un lugar en el corazón de un cineasta obsesionado con la obtención de sensaciones únicas, desgarradoras.
En cuanto a Scorsese, tiene un sentido de la violencia y unos arranques muy similares en lo técnico, en lo narrativo, movido quizá por la personalidad de su habitual montadora, Thelma Schoonmaker. Tal vez por eso se entiende tan bien con De Niro, y en lo sucesivo ha optado por sublimar la esencia del italoamericano sobreactuado como una especie de ícono a través del cual expresa sus inquietudes individuales. En Buenos muchachos le deja descansar un poco, pero enseguida lo retoma en El Cabo del Miedo y concibe un clímax que solo puede funcionar así, enervándole bajo capas y capas de maquillaje y líneas de diálogo insólitas, como Zeus al electrificar a una marioneta con su descarga de rayos teledirigida.
Pese a lo maravillosa que resulta, New York, New York tiene un error fundamental, si no de casting, al menos de dirección de reparto: la decisión de permitir a De Niro improvisar lo que le diera la gana. En un estilo clasicista como el que pone en práctica Scorsese en ese homenaje a sus sueños, un filme tan deudor de musicales y melodramas rodados y estilados con aplomo, los movimientos y jueguitos del intérprete desafinan un poquito. Casi que los decorados piden la presencia de alguien con mayor autocontrol para moverse entre ellos sin reclamar un tanto burdamente la atención, de modo contrario a cómo el Sam “Ace” Rothstein de Casino se comporta de impecable a lo largo y ancho del fotograma, y es Scorsese el que allí está pasado de rosca.
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En El irlandés no le hace un favor a su leading man con rejuvenecerlo a duras penas mediante una inteligencia artificial poco depurada, cuya función parece la de ridiculizar sin más. Aun así, se agradece el gesto de atreverse a cosas nuevas, porque tiene casi todo lo que un fan de Scorsese esperaría no ya de una película suya, sino de una película suya con De Niro.
Para muchos, entre quienes no milito a la vanguardia, el Scorsese con De Niro es el Scorsese genuino. Razones de sobra tienen para sostenerlo. Y no porque si ponen a aquel en el lugar de Willem Dafoe en La última tentación de Cristo (1988), la misma película, al mismo ritmo y con igual planificación, se revele como obra maestra para los que fueron ciegos y ahora ven, sino por la indetectable magia que complementa elementos inseparables en nuestra sensibilidad.
Calzan tan bien juntos como el mal y el peor, la noche y el jazz, Nueva York y la soledad, el boxeo y el hambre… Son una de esas duplas cuya compenetración perfecta no se debe a razones fáciles de explicar, así que solo resta sentir lo que transmiten, y elegir entre tomarlo o dejarlo ir.
Estoy seguro de que, aunque no siempre hayan coincidido en sus respectivas carreras, uno será hasta el final la última tentación del otro.