Mientras deslizamos el dedo por la pantalla del teléfono móvil, ya sea en Facebook, Instagram, X o la red social de turno, nos exponemos a enormes cantidades de información.
Cientos de textos e imágenes buscan constantemente captar nuestros sentidos con la esperanza de que interactuemos, comentemos, demos like, o que tardemos al menos unos segundos de más en desplazarlos a toda velocidad hacia arriba.
Pero entre los posts de la vida perfecta de tus amigos y las fotos de los gatos de tía, por momentos se cuela una “noticia”, una historia o incluso una inofensiva foto de un personaje histórico con fondo negro, acompañado de una frase que supuestamente dijo o escribió.
Según encuestas de diferentes países, el 84 % de los usuarios miente en Internet y se viralizan un promedio de 20 fake news al día. De hecho, estas cifras podrían ser falsas y aun así se estima que solo el 16 % de los lectores contrastará fuentes para comprobar si son ciertas o no.
El consumo pasivo de información, sin filtros, nos expone ante mentiras y verdades a medias por las que nadie responde. ¿Acaso te has preguntado cuántas veces al día te cuestionas lo que ves en redes sociales?
De esta manera, se logra poner en práctica designios en apariencia tan insólitos como desacreditar a personas, incentivar delitos, manipular la opinión pública, promover el consumo de determinados contenidos y hasta modificar códigos éticos y morales.
Solo se necesita que algunos crean la mentira y que en el resto se siembre una pequeña duda.
Hay evidencia de sobra que muestra cómo en la última década las redes sociales han servido a intereses políticos para extrapolar mensajes y estados de opinión hacia el plano físico. Se convierte así el ciberespacio en un medio más de control hegemónico.
La desinformación se refuerza ante quienes asumen que ellos no forman parte de los desinformados. Basta con que el mensaje pase por el filtro de nuestros códigos morales, que nos guste lo que vemos, para que lo asumamos como cierto.
La mejor manera de combatir la mentira es aprender a verificar lo que nos cuentan, y no me refiero a una investigación profunda con marco teórico y metodológico, sino a algo mucho más sencillo.
Cuando un asunto nos llame la atención, lo primero consiste en investigar quién es el emisor. En el caso de que sea un medio de prensa, hacemos una búsqueda simple sobre cuál es su línea editorial o qué intereses defiende y, por lo demás, restaría triangular la misma información con otros medios editorialmente equidistantes, para obtener una visión más amplia sobre dicho tema.
Si el mensaje lo emite un usuario, tomémonos la molestia mínima de googlear sobre lo que nos cuenta. Esta práctica debería ser lo normal, ya que en la realidad objetiva no vamos por ahí creyéndole los chismes al primero que nos para en la calle.
La mentira se arma rápido, con un poco de todo lo que aparezca por el camino y, al final, se ilumina el resultado con un toque de sensacionalismo barato. Después, basta esperar a que alguien se la trague y comience a difundirla para que el daño ya esté hecho.
La verdad, por su parte, no tiene brillantina ni luces de neón, a veces duele y enfada, o resulta menos épica de lo que podría ser un embuste bien elaborado y contado con elegancia, pero siempre vale la pena dar con ella.