El Cinematógrafo: Noche de Halloween, noche de horror

Corrían otros tiempos cuando por primera vez consumí, tan febrilmente como las rositas de maíz en las que hundía mi mano trémula, Halloween (2007) y Halloween II (2009), el breve ciclo de Rob Zombie dedicado a la saga inaugural del slasher tal cual lo entendemos. Como digo, los tiempos han cambiado: por una parte, ya no es tan común atiborrarnos de rositas de maíz y la vida laboral pospone los encuentros cinemaníacos; y por otra, lo que en un comienzo digerí como un simple par de entretenimientos para compartir entre amigos se me revela cada vez más como un capítulo esencial y decisivo en la personalidad de uno de los dos o tres máximos autores del cine de terror surgidos en el siglo XXI.

Lo cierto es que la primera parece más bien la introducción en tono menor de la segunda. Es con Halloween II que el tiempo se detiene, Zombie dice “¡Aquí estoy yo, so let’s really rock!” y lo que la pantalla nos muestra, contrario al inicial ejercicio de género del que nunca hubiéramos esperado una continuación tan diferente y alejada, deja de ser pasajero y exige una atención a otro ritmo, más propia de una observación introspectiva que del disfrute colectivo ante cada nueva salvajada.

ROB ZOMBIE’S HALLOWEEN, NO JOHN CARPENTER’S HALLOWEEN

El temazo Love hurts, de Nazareth, que se queda sonando en la cabeza y desgarrando el alma. La potencia de las embestidas y el sonido del metal atravesando las carnes. El fatalismo de una maldición evidente que se apodera de cada Myers sobre la faz de la tierra. La simbología nórdica, con aquellos bosques casi escandinavos de los que Michael vuelve a la vida. Tyler Mane, imponente con esas pintas de vagabundo sin derecho al Valhalla. El fantasma de la mujer y el caballo, blanquísimos los dos como el pasillo de un psiquiátrico. La sonrisa final de un ángel caído… Es que apenas entre una película y otra, además de ajar la máscara del psicópata con mucho realismo hasta prescindir de ella, Zombie pasa de un humilde homenaje a John Carpenter a una oscurísima disección de nuestra mente y alma: de un estímulo físico a uno intelectual.

No me extrañaría, si se hiciera una encuesta, comprobar que en la infinita noche del cine existen más películas apropiadas para Halloween que para San Valentín –y no tienen nada que ver en absoluto ambas fechas, salvo en su indecible poder de convocatoria a pijamadas con palomitas o chicharrones, depende de cómo esté la economía grupal juvenil en cada una–. Al menos en este siglo la muerte vende más entradas que el amor, qué le vamos a hacer, si bien hasta los espectadores menos exigentes tienden a quejarse de lo repetitivo que se ha vuelto el terror, de los clichés imbatibles por casi ningún título nuevo, en fin… Para ellos está Rob Zombie, que incomoda hasta paralizarnos con su perturbadora manera de enlazar los dos conceptos y conferirles en cada film, además, una iconografía propia para la historia que cuenta.

Pues bien, los fieles al culto de la Noche de Brujas tienen abiertas, tras la patada asestada desde finales de los 70 por una obra maestra inicial que es una clase de cinematografía sin pizarra, las crujientes puertas de una saga llamada precisamente Halloween, esculpida por el señor Carpenter con una mano de artesanía y otra de autoría. Y los osados que no se conforman con ver y callar, para los que la ocasión puede traer mayores beneficios que arrimarse a su acompañante de sofá, los mismos que primero rumiaban cuán bien hecho estuvo este sobresalto mediante tal efecto de montaje y ahora musitan cómo podrían mejorarlo ellos si tuviesen los derechos de la franquicia, esos cuentan desde 2009 con el referente incomprendido, e inagotable, del Halloween doble de Zombie: un gran ejemplo de cómo extender las ramas de un clásico enraizado.

La suya es, a día de hoy y varias películas después, una demostración de audacia más impresionante que la de quien atraviesa un cementerio en la noche o acepta pernoctar en casa de los Myers un 31 de octubre. Audacia acompañada, además, de sabiduría, con esa especie de genio para honrar referentes e intertextualizar que también posee Quentin Tarantino y que siempre, siempre, capta de alguna manera el espíritu común de los 70.

Esa riqueza de detalles o pulcritud del desastre con que Zombie nos envuelve en todo lo que hace, como la inclusión inteligente de secundarios de lujo, homenajes a los clásicos de su alma o toques de un turbio posmodernismo, logra que ni las agitaciones de cámara influidas por su etapa rock le impidan ser el más elegante y consecuente de los directores ruidosos y apabullantes en el gremio.

Hasta hoy, creo que en este díptico slasher de madurez es más sincero consigo mismo y confluyen sus facetas en mayoría, lógicamente conteniendo la de provocador e intermediario de monstruos –La casa de los mil cadáveres (2003)–, pero también la que más me fascina: el Zombie trágico, reflexivo, hasta romántico, que crece aquí y llega a la madurez total en Los Amos de Salem (2012). Muy presente está también su excelencia como director de actores, desde una Danielle Harris tremenda hasta un Malcolm McDowell perfecto, pero sobre todo en la electrizante, autodestructiva e inquietante interpretación de Scout Taylor-Compton.

Muy atrevida, para nuestra suerte, su postura al asumir un legado ajeno y convertirlo en propio con tanta coherencia y sentido. Pese a compartir personajes y situaciones con la saga de origen, importándome poco si son remakes o reinterpretaciones de un bagaje cultural establecido, de sus dos aportes me interesa que sean tan sumamente personales, siniestros, violentos, desesperados, profundos y emotivos que no parezca cierto referirse en tales términos a lo que yo mismo juzgaba –desde el desconocimiento y antes de ser pulverizado sobre todo por la segunda parte– como un burdo anzuelo comercial, lanzado a la charca adolescente por un “músico, cineasta y loco” capaz de irrespetar al maestro Carpenter a la cara. Merezco una cuchillada por cada segundo en que lo pensé.

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