Un 25 de septiembre de 1949, en algún lugar de La Mancha, nacía Pedro Almodóvar. El color negro de su cabellera desapareció hace ya algún tiempo y se convirtió en un blanco vacío, como la hoja sin escribir, una historia sin contar.
Pedro Almodóvar vive una extraña forma de vida, la del artista; se hace preguntas todo el tiempo, plantea situaciones, plasma su manera de pensar con un estilo único que caracteriza tanto a sus bizarras películas como a sus personajes: madres, marginados, depravados, asesinos, hombres que lloran y mujeres que matan. Es un maestro de lo anormal en el cine, así como Hitchcock, así como las películas mismas.
Sus personajes están al borde de un ataque de nervios, son de ojos atentos, acechadores, víctimas de un melodrama poético que pareciera una telaraña por el cuidado máximo de sus hilos.
Este director confía plenamente en la belleza simétrica de los diálogos, en su sinergia. Se refugia en madres ficticias que conforman un todo: la maternidad desde su propia concepción y las distintas formas en que esta se manifiesta.
Se refugia en ellas porque por al menos dos horas le permiten volver a estar con aquella que lo crió. También hay hombres, frágiles como polvo de estrellas, víctimas del dolor y de la gloria.
Almodóvar está al tanto de la fuerza de sus Julietas y de la intensidad que cada una de ellas encierra. Las fotografía con primeros planos o abiertos, eso no importa, son chicas que gritan, que no se callan, que obligan a los espectadores a estar siempre al borde de la butaca.
Llevan el entrecejo fruncido, son inteligentes, lo suficiente como para hacerse respetar; son intimidantes, sensuales, y lo saben, y lo utilizan. Hay que hablar con ellas, pareciera que dice Pedro con la cámara.
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Conoce las pieles que habitamos y nos invita a despojárnos de ellas, a ser nosotros mismos y caminar por el mundo siendo solo huesos y músculos y deseo, porque esa es la única ley irrevocable en el universo cinematográfico de este hombre.
Nos invita a convertirnos en perfectos voyeurs y al placer que eso conlleva, quiere que veamos películas y que nos obsesionemos con la fiebre erótica que emanan las carnes trémulas de sus personajes. Son todos ellos matadores aburridos de sus mundanas vidas, obsesos del sexo, las sogas, el transformismo, las drogas y el dinero.
Somos todos chicas Almodóvar, víctimas de la mala educación que traen consigo esas películas llenas de colores y personas extrañas. Una mala educación que te atrapa y no te suelta y te obliga a replantearte hasta el más mínimo detalle de tu vida y de lo que te rodea.
También fue él testigo de una España que dejaba atrás el franquismo y salía de las profundidades de una dictadura que se destapaba con arte, con el séptimo arte. Allá nacieron Pepi, Luci, Bom y todo el montón futuro.
El director manchego nos lo ha contado todo sobre su madre, sobre las tinieblas que envuelven su vida y pensamiento; se ha convertido en la voz humana que sigue creando después de décadas de trabajo, es aquel que regala abrazos rotos sin importar la inexistencia de extremidades. Sus mujeres, a veces madres, a veces no, a veces paralelas, otras no; sus hombres, a veces desquiciados, a veces asesinos, a veces mujeres que llevan tacones lejanos.
Todos ellos, todo ese imaginario, ha contribuido de manera significativa al mundo de la ficción, pues evidencia valentía a la hora de contar mostrando. Por eso hay que celebrar, hay que celebrar como lo hará de seguro Pedro Almodóvar, escuchando a Chavela Vargas, escuchando La noche de mi amor. (Por Mario César Fiallo Díaz)