Buey Vaca, a la orilla de un amor

Cuando se es adepto de una playa, es normal haber llevado alguna que otra novia allí en algún momento de la vida. Pero cuando se ama tanto a dicha playa que el recuerdo de esa ex en cuestión se hace borroso, confuso, sin identificador de rostro con bahía al fondo, uno se pregunta si el término «amor de juventud» es exclusivo para otro ser humano y no puede incluir lugares.

Pues, ¡vaya amor le tengo entonces a ese reducto de recuerdos, agua salada, arena y diente de perro que llaman Buey Vaca! Porque para mí es más que un lugar: es un estado mental, el del eterno retorno a donde solo se puede ser feliz, a la patria de toda persona, a la infancia o como rayos se llame eso. Donde la edad es relativa, el tiempo parece estancado y sentimos envidia sana de quien acude por primera vez, en brazos y con miedo de lo hondo, a la ceremonia del infinito.

Sí, es un estado mental tal vez perturbado de vez en cuando por escandalizantes bocinotas, algarabía infantil o disparos del campo de tiro cercano donde se pasa el servicio militar, pero aún así no deja de constituir una forma de evasión más allá de lo físico.

Es mi niñez, por haberla vivido en esa etapa; mi juventud, por haberla también vivido en esa otra etapa; y así hasta llegar a mi vejez, porque aunque no la volviera a pisar por alguna desalmada casualidad, dudo que conserve recuerdos más lúcidos y revitalizantes que los de esa curva imperfecta, sembrada entre la tierra y el gran azul, cuando apenas me quede memoria.

El sol no cae igual en Buey Vaca que en otras de sus semejantes, o quizá lo percibo así por la irremediable razón de que fue en su orilla, no tan hacia la orilla, donde me enseñaron a desprenderme de flotadores en la vida y convertirme en el intento de nadador que ha quedado.

Los barcos provenientes del resto del mundo, en el distante muelle, los tienes por delante. Las preocupaciones y las notas de fin de curso y los buscadores de oro entre rocas, todo eso queda detrás. Y en medio, solo el mar y su intruso, unidos a la altura del corazón, la del momento en que te gritan desde lo seco que el frío durará menos… «¡Si te hundes de una vez ya y pal carajo!».

Allí siempre me ha costado hundirme a la primera, o a partir de un salto con buen impulso desde la rampita que ya no está; sentía como si profanase en tiempo récord la entrada a un templo, a uno ya bastante profanado. Es la solemnidad inexplicable que me exige Buey Vaca y no Varadero, ni El Tenis, ni Allende, ni El Coral: paso ingrávido a paso ingrávido, castañeo de muelas a castañeo de muelas, envidia de los peces a envidia de los peces. La única playa en la que, para moverme, parezco pedir permiso a Poseidón, quien de tantas latas de refresco malta y vasitos desechables y restos de mamoncillo ha de estar hasta las puntas del tridente, dicho sea de paso.

No he conocido mejor lugar al que valga la pena ir sentado en la parrilla trasera de una bicicleta durante varios kilómetros y toda una infancia. Ni árboles más idóneos bajo los cuales poner en modo avión el celular y, sentados sobre piedras, vista al horizonte, hablar con un amigo de sus problemas amorosos, laborales o migratorios, los que sean. Ni espacio tan incomprensiblemente desaprovechado por la mayor parte de la masa universitaria situada a un recodo de carretera.

Sin embargo, no siempre he estado a la altura de tanta solemnidad. Una vez vomité por acompañar la merienda con oleaje; otra, pedí y luego perdí los espejuelos de natación de mi papá, y no solo fui incapaz de reconocerlo, sino que dejé recaer la culpa en alguien más –ya sabes que lo siento, amigo–; otra, me enseñaron un truquillo para cambiarme a la vista de todos sin ser notado, lo cual se dice y se contradice a menos que la dichosa toalla fuese mágica e invisibilizase; el último sonrojo, siendo yo más grandecito de lo que quisiera recordar, fue porque acudí con pintas muy dark a un Atenas Rock nocturno que no cabría en esta crónica y en el que apenas reconocía mi playa entre tanto tumulto de punks. Pero hasta hablando con la mujer de tus sueños se pasan penas, ¿no? Imagínate, pues, creciendo en la playa de tu vida.

En todo caso, amor y juventud son conceptos tan volubles como una formación de la naturaleza. El huracán Irma le arrebató unas porciones de terreno y removió las piedras, las que se ven y las que no. Ahora el acceso al mar es más agresivo desde casi cualquier ángulo, las rodillas se hunden más rápido, los dedos de los pies sufren más encontronazos rocosos al caminar de un sitio a otro y el transporte actualmente no es tan regular y cómodo como ir y virar en la guagua 15.

La muchacha de entonces no es la misma con la que hoy, cuando podemos y el trabajo nos lo permite, cruzo el diente de perro e instalo los bultos antes de fundirnos en un abrazo con el agua a la altura del corazón.

Yo, probablemente, tampoco sea el mismo, aunque la temperatura al sumergirme me haga sentir igual que en esas fotos de álbum, cuando no llegaba ni a la mitad del encuadre.

Pero Buey Vaca, aunque transformada por la erosión del tiempo, tiene que seguir siendo la misma. Tiene que seguir despojando a alguien de sus flotadores. Tiene que seguir invitándole a nadar sin miedo a lo profundo. Como un amor de juventud cualquiera, de esos que naufragan, y a veces sobreviven, en la orilla.

Recomendado para usted

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *