Este 6 de julio se conmemoró un nuevo aniversario del natalicio de nuestra ilustre poeta Carilda Oliver Labra.
La Mujer se quita el vestido y parece que el mar bravío nace de ella y las olas son las ondas de la prenda cuando toca el suelo. El mar pertenece a una ciudad. La ciudad, porque la tiene clavada en el costillar, le pertenece a esa mujer.
La Mujer, ojiverde y almavioleta, te dice que hay muchas maneras de besar, tantas como lenguas; pero que ella entre todas las lenguas prefiere la de los gorriones, los poetas y los amantes. Le fascinan las que revolotean: las inquietas, para las cuales los dientes son barrotes, el silencio cárcel.
La Mujer nunca se calló cuando quisieron callarla, incluso cuando una parte de la ciudad, la misma que tiene clavada en el costillar, se volteó durante la reunión gris y le hizo ¡Sio!, porque su lengua no paraba de revolotear.
La Mujer parte el pan de su alma y lo reparte en pedazos, un verso para ti, otro para aquel de allá. Quizás no nos mate el hambre, pero te ayudará a llegar a la noche.
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La Mujer sabe que le agradecerás cuando en tu cama estires el brazo en búsqueda de compañía y encuentres el vacío o un cuerpo en penumbras. Te salvarás tanto de la soledad como de las mentiras piadosas, porque una rubia que vive en Tirry entre gatos y pinturas autografiadas te asegura que no se puede querer a medias.
La Mujer se desordena como el cuarto por el cual el amor atravesó como una tromba: unos zapatos de tacón por aquí, un vestido que es mar bravío por allá, un río que nace en el escote y desemboca en el Sur por el rincón y el dibujo de un corazón asaetado y un corazón asaetado real regados por el lugar.
La Mujer abría su casa como refugio para peregrinos, y hay muchas formas de serlo, y no solo de no poseer un lugar al que pertenecer, sino también de no tener un lugar en que poder ser. Recibía a todos aquellos que, extraviados por ahí, necesitaban un sitio en el que creer que habían encontrado un hogar fugaz.
La Mujer divorciada nunca dejó de amar, aunque las señoronas de pelo rizo y alma plana y los señorones de zapatos oscuros, y deseos aún más oscuros, la señalaran con el dedo como se le indica a un niño inquieto que calle cuando los adustos adultos hablan de metros cuadrados, de prejuicios cúbicos.
La Mujer, amante y amada, quiso como las memorias de la fiebre, como huesos que se alumbran en medio del orgasmo. Ella no era costilla de nadie ni maniquí de vitrina ni profeta encerrada en el templo. Ella es una rubia que lee poemas y firma los libros con sus labios rojos.
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La Mujer pide tierra de una Isla para su tumba, la quiere toda encima y se la daremos, ¿por qué no? Lo que no le entregaremos, aunque nos traspase con esa mirada ojiverde almavioleta, es la tumba. Una muchacha así, con medias pantys y un beso pendiente, no merece una tumba: no importa si es de mármol ni que la custodie un Arcángel Gabriel de piedra.
La Mujer que es muchas variaciones de la misma, Carilda Oliver Labra, no permitiremos que se marche. Cada vez que haga como que se va, la traeremos de vuelta al musitar uno de sus poemas, tan bajito como solo se hablan los amantes al oído.