Deisy, por siempre alfabetizadora

Deisy, por siempre alfabetizadora

A Deisy Erice Portillo casi nunca le alcanza el tiempo. Sus días son tan activos que parece que apenas comienza a vivir. En las mañanas realiza ejercicios físicos en un parque cercano junto a ancianos del Círculo de Abuelos y asiste a la Cátedra del Adulto Mayor. En las tardes regresa a casa y no se está quieta en un mismo lugar porque siempre tiene alguna tarea pendiente.

Solo cuando llega diciembre, la matancera de 75 años de edad rompe su rutina unos instantes. Ella saca una pequeña caja donde guarda fotos, hojas llenas de apuntes y medallas. Luego sentada en una de las butacas de la sala, vuelve a aquellos años de su juventud, mientras comienza a desempolvar recuerdos.

Los dedos rozan despacio una de las imágenes en blanco y negro. La muchacha aparece sonriente. Acaba de cumplir 15 años, por eso el uniforme de brigadista le queda un poco grande, a pesar de los intentos para ajustarlo a su medida. Lleva el farol y las cartillas de alfabetización en cada mano.

Deisy, por siempre alfabetizadora
La matancera Deisy Erice Portillo recuerda sus tiempos como brigadista con mucho orgullo.

MUCHACHA IRREVERENTE

En Cuba predominaba el analfabetismo. Fidel Castro decidió formar a maestros voluntarios con el fin de erradicar este problema social en los lugares más intrincados. A raíz del asesinato del joven matancero Conrado Benítez en el Escambray surgieron las brigadas de alfabetizadores con su nombre.

Deisy se sentía en condiciones de enseñar y quería continuar lo que aquel muchacho no pudo. La señorita que apenas comenzaba a salir sola al parque de La Libertad, habló con sus padres y les pidió algo casi imposible de conceder a “la niña de la casa” en esa época.

“En lugar de suplicar, más bien exigí que firmaran la planilla, y me dijeron que no. Respondí que igual me iba sin autorización. Ellos eran milicianos, conocían el peligro, y temían que me sucediera algo. Luego supieron que una amiga de la familia trabajaría como coordinadora, entonces accedieron. 

“Fuimos hasta el campamento de Varadero. Allí nos dieron las orientaciones y una mochila con todo lo necesario. Aunque deseaba ir para Oriente, me ubicaron en Pinar del Río, pues la coordinadora se dirigía a ese territorio y dio su palabra de mantenerse cerca. Viajamos hasta Guanajay. Me puse sentimental, empecé a extrañar. Pero enseguida pensé en los motivos de la decisión y tenía que buscar las fuerzas”.

TRES CAMINOS, UNA CARTILLA

La matancera Deisy Erice Portillo recuerda sus tiempos como brigadista con mucho orgullo.

La anciana mira con detenimiento la instantánea, luce bien arreglada. De pronto se imagina sentada en el jeep que avanza por la comunidad rural El Jobo. Mientras el vehículo se tambalea, ella da brincos en el asiento trasero y se despeina. Despide a una compañera en la primera parada. Sabe que en la próxima debe bajarse.

Sus lustrosas botas se embarraron de tierra en la guardarraya, camino al bohío de sus alumnas. Por la mañana impartía clases a dos muchachas que vivían solas en ese momento, pues el padre trabajaba en la zafra. En la noche sacaba su hamaca y dormía hasta escuchar el canto del gallo.

“La coordinadora enseguida vino a visitarme junto a mis padres. En cuanto los vi, salí corriendo de la alegría y caí en el fango. Ahí estuve unos días más hasta que me ubicaron en otro lugar, pues la zona estaba rodeada por la banda del contrarrevolucionario Sosa Blanco y corría el riesgo de que me capturaran. 

“Fui trasladada al hogar de Leopoldina. Su esposo e hijo eran milicianos. Comencé a darle la materia, me trataban con mucho cariño. Un fin de semana viajé para ver a mi primo, que tuvo un accidente en Matanzas y sobrevivió de milagro. Cuando volví, encontré la vivienda hecha cenizas. Los alzados quemaron todo. Por suerte la familia logró escapar. Luego me reubicaron”.

La brigadista sintió más seguridad en casa de Hilario, junto a su mujer Guadalupe y sus dos hijas. Aunque los bandidos andaban a menudo por esa área y preguntaban por los alfabetizadores, los campesinos la protegían mucho, enseguida se movilizaban y salían tras ellos.

“Enseñé a Guadalupe y a un muchacho de la comunidad a leer y escribir. Al principio no sabían coger el lápiz. Les decía que no se desesperaran. Sostenía sus manos para ayudarlos. Con mucha paciencia, pronunciaba despacio las letras del alfabeto, así aprendieron a completar las palabras.

“Una vez la señora me confiesa que no veía bien. Hablé con uno de los coordinadores y la llevé al especialista. Cuando tuvo que firmar se puso contenta porque pudo hacerlo. Incluso, a la hora de medir la vista, dijo las letras con mucha agilidad. Después se colocó sus espejuelos y regresamos a continuar las lecciones”.

No solo compartió saberes bajo la luz del farol, que todas las noches encendía Hilario. También se acercó a las más diversas costumbres de la población de ese intrincado paraje.

“Sabía hacer algunas cosas en casa, pero nunca me había enfrentado a la vida en el campo. Teníamos que ir al arroyo a buscar agua y cargábamos las dos latas con un palo sobre el hombro. Además, lavaba mi ropa y la planchaba con carbón. Cortaba leña para cocinar. Hasta aprendí a sacar yuca en los cultivos”.

Solo cuando los estudiantes recibieron el título en la graduación, Deisy se despidió. Le costó dejar atrás a esa nueva familia, sobre todo a Titi, una de las hijas de Guadalupe, que tenía discapacidad mental y aprendió a escribir su nombre completo. Los abrazó fuerte, volvió a subir en el jeep y dijo adiós desde la ventanilla.

CON LA COFIA BIEN PUESTA

La matancera Deisy Erice Portillo recuerda sus tiempos como brigadista con mucho orgullo.

Toma otra foto en sus manos. Escucha el bullicio de los jóvenes. Ahora aparece con unas libras de más, pero con el mismo uniforme y la misma sonrisa. Está lista para la concentración en la Plaza de la Revolución, donde todos los alfabetizadores del país se encuentran, corren con un enorme lápiz a ver a Fidel.

Poco después la joven de familia humilde realizó las pruebas de ingreso para estudiar Enfermería en Matanzas. Siempre le gustó esa profesión al criarse entre matronas. Antes del triunfo de la Revolución le parecía imposible materializar ese sueño, pues solo las mujeres con buena posición económica conseguían la carrera.

Cambió un uniforme por otro. Ahora llevaba vestido, delantal y una capa. “Las instructoras de La Habana eran muy exigentes. En esa época la cofia se ganaba si pasabas el curso de nivelación para primer año.

“Pensaba que iba a graduarme con mi traje. Pero Fidel llamó a realizar labores productivas en Sancti Spíritus. Ya me había casado y tenía una niña pequeña. Sin embargo, partí hacia donde hacía falta sin pensarlo dos veces. Allí vimos al Comandante en Jefe y a Vilma. Nos entregaron el título con ropa de campo en el plan Banao”. 

Como enfermera general mostró su destreza en el Hospital Materno, la sala de Urología del Hospital Provincial, el cuerpo de guardia del policlínico Carlos Verdugo, en consultorios médicos y círculos infantiles hasta su jubilación.

“La etapa de brigadista fue una enseñanza para el futuro. Aprendí a ser independiente, crecer ante las dificultades, relacionarme y dar opiniones, a estar en la piel del otro. Ese aprendizaje lo transmito a quienes están a mi alrededor.

“Fui alfabetizadora y lo seguiré siendo. Nunca abandoné esa tarea porque ejercí mucho la docencia. Cada vez que veo a mis alumnas me dicen profe o seño. Con sistematicidad presento trabajos en la Cátedra del Adulto Mayor. Trato de ser útil, por ejemplo, participé en el pesquisaje durante los meses más duros de la pandemia. Todo lo que soy se lo debo a ese momento de mi vida”.

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Sobre el autor: Anet Martínez Suárez

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