Ni yo soy Hemingway, ni Pipo es Santiago, el protagonista de la novela El viejo y el mar. Los únicos paralelismos que podría establecer entre ambos son la edad y la devoción que le profesan al antiguo arte de pescar.
Llegué a la humilde base de pesca que queda por la Marina con la idea de encontrar una historia épica para contar, algo así como una batalla colosal entre hombre y bestia al ritmo de las olas. Un combate justo entre fuerza y astucia donde solo puede ganar aquel con la mayor voluntad de vivir.
Pero la historia de Pipo es más sencilla, más cercana. No recuerda bien el año en que ocurrió, solo que recién había fallecido su padre y era una de las primeras veces que se aventuraba a pescar solo.
Como todo pescador matancero, el hombre era una persona humilde. Puede que existiera un porcentaje de deportividad en lo que hacía, pero el que escoge esa vida es porque se le da bien dicha actividad y con eso se gana los frijoles.
El pescador tenía un bote en condiciones, con la técnica bien cuidada para que nunca lo dejara botado en el mar. Aunque esa vez la embarcación se sentía más grande, más vacía. Solo se escuchaba el ruido del motor quemando el poco combustible que había logrado resolver a sobreprecio.
Pescar en Cuba es el equivalente a apostar, uno “echa palante” una inversión sin la certeza de que el mar se la va a devolver. El éxito se mide entonces en la capacidad de cada cual, para adaptarse, para entender a los peces y memorizar sus mañas. Esto obliga a los pescadores a estar a la viva constantemente y saber tomar buenas decisiones, porque el mar no perdona.
Aquel día desde bien temprano el sol daba muestras de que en un par de horas se proponía rajar piedras. Pipo colocó la carnada en el nailon, se ajustó la gorra y se volvió un ovillo en el suelo del bote para conseguir un poco de sombra en lo que comenzaba la espera.
Al hombre ya le pesaban los años y las malas noches, el sereno y el hambre le estaban pasando factura a su salud. Él originalmente era técnico medio en corte de metales y diseño mecánico, pero una reestructuración de la plantilla de la empresa en la que trabajaba lo obligó en 1985 a seguir el oficio de su padre. Pipo pensaba que tal vez ya era hora de dejar las redes y volver a ejercer lo que estudió.
Aún recuerda cuánto le costó adaptarse al vaivén de las olas, y cómo terminaba siempre vomitando, al punto que optó por lanzarse a pescar en ayuno, maña que mantendría con el paso de los años.
El viejo pescador se había vuelto un experto en pescar serruchos, en aquel tiempo era el pez más cotizado del mercado, al punto que se podía vender a peso, cuando por una rabirrubia mediana solo te daban 30 centavos. Pero aquel día el mar había decidido jugársela.
Después de un par de horas y ante las limitaciones de contar solo con el combustible justo, comenzó a valorar la posibilidad de regresar a la base. Perder un día en el mar es más triste de lo que cualquiera puede imaginar. Tras darle un par de vueltas al asunto decidió probar una última vez.
Cuando Pipo comenzó a pescar, a su mujer recién comenzaba a notársele el embarazo. El pescador, con apenas 23 años cumplidos, tuvo que asumir la responsabilidad de formar una familia, lo que lo obligó a aprender rápido y a mejorar la técnica para garantizar el sustento.
Muchas malas noches habían pasado ya desde aquel entonces y miles de peces habían caído en sus redes. Ahí, bajo el sol que de a poco se posicionaba en vertical sobre su cabeza, el viejo decidió que ya era hora de volver a tierra firme. Vendería el bote, abriría un pequeño taller para tornear y comenzaría una nueva vida más tranquila.
En ese justo momento el mar decidió regalare una despedida a la altura, un peto de 52 libras cayó en el nailon. El contrincante de Pipo no alcanzaba la magnitud de un pez espada, pero para un viejo agotado y hambriento representaba una pelea digna.
La que sería su última batalla se extendería más de la cuenta, el pez se negaba a abandonar el agua y el pescador se aferraba a la red con las fuerzas con las que ya creía no contar.
Cada zarandeo del peto le provocaba a Pipo un dolor intenso en los huesos, pero el viejo sabía que si lograba resistir el tiempo suficiente su rival se derrotaría a sí mismo. El pez en un ataque de soberbia se sacudió una y otra vez hasta caer presa del cansancio.
El pescador alzó el nailon y ensartó a su contrincante con el bichero, para luego caer junto a él. Ambos quedaron tendidos un rato en el suelo del bote hasta que el viejo logró reincorporarse. Había vencido al pez, pero el mar siempre termina ganando.