Quizá tú y yo tengamos una conversación pendiente con la inmensidad, con todo aquello que nos aplasta –como un pulgar a una hormiga loca– pero a la vez nos atrae, porque allí encontraremos los más hermosos sortilegios, las cuatro llaves del misterio. Sin embargo, la mayor de las inmensidades, la noche infinita del cosmos, nos las vedaron por no ser hombres cohetes.
Andamos demasiado con los pies en el piso: de aquí para allá en búsqueda de un cajero con billetes de 50, del Zuko para la merienda de los niños en la escuela, del pan no nuestro y no de cada día.
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Entonces, como nos negaron el cosmos, debemos recurrir a la inmensidad más cercana: el mar.
Con él, tú y yo, el que viene delante de ti en la cola del cajero, el maestro de la escuela del niño que en 40 años en Educación le han regalado suficientes medias como para calzar a una ciudad, el vendedor de pan que nunca más ha gritado «¡Calentico su pan aquí!», sino solo «¡Pan!», tenemos una conversación pendiente con él.
Foto: Raúl Navarro González
Muy de piedra por dentro debe ser un matancero que nunca se haya sentado a contemplar la bahía, sea en las arenas grisáceas, como si estuvieran medio muertas, de los Pinitos o en el diente de perro del Bahía que parece que te muerde las chancletas, o sencillamente desde la azotea de tu casa mientras tiendes al sol la sábana que el niño orinó la noche la anterior, el mantel de la mesa, los blúmer viejos…
En muchas lugares debes salir a buscarlo, atravesar cuadras y cuadras, esquivar bloques de apartamento de construcción americana, repartos de edificios soviéticos. Matanzas, que también tiene sus bloques de apartamentos de construcción americana y sus repartos de edificios soviéticos, baja por la falda de las montañas, escalonadamente.
Foto: Raúl Navarro González
Es decir, que en casi cualquier lugar que te detengas y mires hacia el norte, hallarás la bahía. Por ello puedes tender el colchón de manchas amarillas, el blúmer con el elástico roto y el par de medias de maestro con hueco por el uso, porque la otra se la ha regalado a los maestros de sus hijos, y tener el océano como trasfondo.
Tal vez la visión más bella de la bahía sea la que se obtiene cuando se regresa desde La Habana de noche por la Vía Blanca y, luego de traspasar la curva para entrar a Versalles, se abre de poco a la mirada, como un abanico, hasta que solo queda ella, reina y señora, en tu campo visual.
Foto: Raúl Navarro González
Sin embargo, el mar no es solo destino, sino también punto de partida. Las ciudades no se crean de la nada, como si Dios tirara una piedra y donde cayera, aquí o por allá, se levantaran bloques de apartamentos de construcción americana, repartos de edificios soviéticos o bancos con cajeros que no tiene billetes de 50: se erigen según los intereses de los hombres.
San Carlos y San Severino de Matanzas no existiría si no fuera por su bahía. Cuando los corsarios y piratas asolaban las costas de la Isla, calaban en nuestras aguas por ser –y quizás ello de una manera u otra no ha cambiado con los tiempos, porque aún la usamos para lo mismo– refugio contra la borrasca, punto de carga para seguir, solo seguir, a donde el viento, que es un niño con un remolinillo de carnaval, nos lleve. Entonces, para evitar su presencia y cuidar a la hermana caprichosa de al lado, La Habana, se funda la urbe.
Foto: Raúl Navarro González
Si Defoe nos enseñó que una Isla necesita Robinsones y Viernes, Stevenson nos juró que todas tienen un tesoro escondido, que la X marca el lugar. Aquí tenemos uno de esos, en el lecho de la bahía: los restos de la Flota de la Plata, aún sin descubrir, pero dicen por ahí que la búsqueda motiva más que el descubrimiento, y a lo mejor nos convenga más preservar el mito que ser unos aguafiestas.
Quizás haya en Cuba muchas ciudades con mar. Ya lo dijo Virgilio: la maldita circunstancia del agua por todas partes. En una Isla todos los viajes finalizan ahí, porque la tierra firme pronto acaba.
Aquí no salgas a buscar el mar. Él te encuentra a ti.
Foto: Raúl Navarro González