Cuando niño practicaba esgrima con mi primo en el patio de la casa. Utilizábamos un palo de escoba partido que por el omnipoder de la imaginación se volvía dos espadas, como el florete del Zorro o la laser de Voltus V. De vez en cuando no esquivaba una floritura o un amago y me golpeaba en los hombros o en los antebrazos. Creo que más de uno de ustedes sabrá cuánto pica un palo de escoba.
Entonces se me iba el alma por la boca ¡Recórcholis el suelo que me sostiene! ¡Recorcholis el sol que me alumbra! ¡Recórcholis la madre que me parió! Entonces, esa misma, la madre que me parió, se asomaba en el balcón de la casa con esa postura tan propia de las madres cubanas que nos parieron, un poco ladeada, con una mano en la cadera y la otra suelta para gesticular como si abofeteara el aire y me gritaba «¡Cuidadito cómo hablas!»
En la primaria ocurría parecido: perdías a las bolas, un fresco se sentaba en tu puesto, te ponían otra cruz en la lista de la pizarra y debías quedarte después de las 4:20 p. m. y de nuevo se te iba el alma por la boca, como en los muñequitos cuando un personaje se asustaba a morir y representaban el alma parecida a un fantasma, tipo Casper, que salía de la boca y subía al cielo. Si una maestra o una auxiliar te oía, tocaban tres cruces más y no te irías de la escuela hasta que la madre, esa misma, la que te parió, no viniera a buscarte.
Por ello, y además porque las palabrotas tienen su lugar y su momento, aprendimos a amarrarnos la lengua en el último instante. Estamos en un salón lleno de gente seria, como la exposición de un plan de trabajo, como una misa, como una obra de ballet, y nos damos un golpe en el codo, en el punto exacto que se siente como si un corrientazo te recorriera el brazo.
En nuestra mente aparece la palabra –la que la gente dice que es un palo que usaban los chinos para traer agua de un pozo–, dices la primera sílaba, PIN. Observas todas esas caras serias a tu alrededor, recuerdas el «¡Cuidadito cómo hablas!» y terminas con un sonoro TURA. ¡Pintura el aire que respiro! ¡Pintura el pan (a 200 pesos la jaba en el mercado negro) que me alimenta! ¡Pintura el agua que me calma la sed cuando tengo ganas de tomar cerveza! No estás complacido, porque aún hay por dentro, como dirían los sicólogos, emociones sin resolver, pero por lo menos no te quedaste callado.
No en todas las situaciones las palabrotas son necesarias. A veces suenan como el frenazo de un tren, incomodan y te erizan por completo, desde el vello de las muñecas hasta la humanidad que llevamos por dentro. No obstante, hay momentos que no podemos contenerlas, porque nos embargan emociones que son difíciles de guardar. No se parece a cuando metemos la camisa manchada de café en el cesto de la ropa sucia y nos olvidáramos de ella por una o dos semanas. Entonces, cuando hay una dicotomía entre el impulso de decirlas, pero el contexto no es el más adecuado, recurrimos al amarre de lengua, al nudo del discurso.
Como mismo las personas tienen malas palabras o expresiones preferidas cuando pueden permitirse que Casper se les vaya por la boca, también poseen fórmulas para amarrarse la lengua. Una amiga mía que es madre y cantante cuenta que la suya es «¡Madre que canta y no pone!» y me deja con la duda de si no estarán relacionadas con lo que somos y lo que hacemos. Otro amigo músico, que se mueve en la clave de las sonoridades tradicionales cubanas, me explica que su amarre de lengua es “Manda a cachita pa la escuela” y a mí me recuerda a la letra de un chachachá.
Otros prefieren los clásicos. Ellos, por ejemplo, cuando quieren decir esa palabra que suena a una liga de cara y ajo, porque el ajo está caro o porque el gato se llevó de la meseta el bistecito que tenían descongelándose para la comida, pronuncian CA, pero se detienen, rememoran las cruces en la pizarra de la primaria y terminan con RAMBA. ¡Caramba el cielo por arriba de mí y la lluvia que me moja, pero no refresca el día! ¡Caramba la ropa que me abriga y el chorro de café que me manchó la camisa blanca! ¡Caramba las ganas de salir y el poco presupuesto disponible!
Hace mucho tiempo me relataron la historia de una niña que oyó a su prima proveniente del Norte gritar esa palabra con F que en inglés tiene casi la misma cantidad de usos que esa que comienza con P en la jerga cubana, aunque la nuestra es un sustantivo y la de ellos un verbo. Con esa curiosidad intrínseca de los infantes preguntó qué significaba y, para salir rápido del paso, le explicaron que era el nombre de una rana, la rana foquito. Esa pequeña creció y, en la actualidad, a cada rato suelta un “rana foquito para aquí, rana foquito para allá”.
Como no todo el tiempo podemos hablar como si estuviéramos con el amigo que sabes que un insulto te lo va a responder con uno aún más prosaico y al final terminan entre carcajadas y líneas de ron, o con la amante que comparte contigo la zona segura de las almohadas donde todo vale y no hay secretos ni tapujos, tanto léxico como corporales, emplearemos los amarres de la lengua, los nudos del discurso. ¡Recórcholis los que no quieren en serio! ¡Pintura la soledad que te lanza a lo oscuro! ¡Caramba el que reniegue de todo lo insignificante que nos hace recordar que estamos vivos!