Existen hombres tan consecuentes con sus palabras que logran cumplirlas aún después de abandonar nuestro espacio terrenal. El canadiense John Olsen aseguraba que descansaría en Cuba para siempre, una vez llegara el minuto final de su existencia física.
El porqué de esa decisión se pudiera hallar en el fuerte vínculo que contrajo con la isla y su gente, allá por los lejanos años 80, cuando visitara a Cuba por primera ocasión, para quedar eternamente prendado. Desde entonces regresó una y otra vez, hasta alcanzar la cifra de 108 viajes.
El piloto, siempre acompañado de su esposa Anne, logró establecer lazos imperecederos con muchos cubanos, al punto de crear una gran familia que lo sentía como alguien cercano y muy especial en sus vidas.
Por eso, el último de estos viajes convocó a numerosos amigos. Asistían así, en una tarde soleada de abril, a la promesa contraída por el viejo camarada. Era uno de esos atardeceres calurosos que le hacían sudar, pero que tanto le cautivaron de esta tierra.
Ninguna nube impertinente apareció en un cielo que ese día lucía más azul que nunca. Solo las olas se agitaron un poco, quizás al saber que tantas personas convocadas a orillas del mar darían el último saludo a su compañero canadiense.
El grupo congregado en la playa se desplazó hasta allí en una extensa y silenciosa hilera desde el hotel Club Tropical. Durante varios años fue el lugar escogido por el matrimonio para pasar sus vacaciones en Cuba. Un fuerte sentimiento de pertenencia lo ataba a ese recinto. Llegaron a llamarle cariñosamente “el gerente extranjero del hotel”.
En el bar, el área de la piscina, en cada palmo de la institución se siente su ausencia, mezclada con esa rara sensación de que pudiera aparecer de un momento a otro, con su amplia sonrisa, su tatuaje de la fuerza aérea en un brazo y su querido Cubalibre preparado por el cantinero Julio.
Dos meses después de su partida, John regresa a Cuba. La hilera silenciosa le acompaña hasta la orilla.Todos llevan flores muy rojas en las manos. Algunos ojos no logran contener el sentimiento que golpea adentro, como cuando sabes que no podrás disfrutar de nuevo esa sonrisa contagiosa que robustecía la amistad.
Junto al nutrido grupo avanzan Anne y su hijo, Terry. Ambos abordan un catamarán con las cenizas de John, ese gran amigo de Cuba, que en su trayecto definitivo se transmutará en extensa playa, de aguas transparentes como lo fue su vida. Será desde entonces brisa, flujo y reflujo de mar.