Matanzas: Crónica citadina

Toda localidad cuenta con personajes pintorescos, que forman parte del entorno citadino como elementos cuasi inseparables. Por ejemplo, La Habana tuvo, tiene, a su Caballero de París, eternizado en metálica estatua.

Aquí en Matanzas existieron varios de ellos, cada uno con sus características, provocadores de sano entretenimiento, risas y hasta carcajadas, cuando no reflexiones por sus expresiones elocuentes.

Uno de ellos, apodado Quirico, gustaba de darle de beber cerveza a la elefanta Tana, máxima atracción de nuestro desaparecido Circo Atenas, hace ya algunos años. 

Quirico siempre emitía dicharachos populares, mucho más cuando estaba entonado por los tragos. Pues bien; un buen día, mejor dicho, un mal día, el hombre no tenía suficiente dinero como para comprarle maní y cerveza, y pasó, como siempre, próximo a la cerca perimetral donde la elefanta tomaba el sol y comía las escasas yerbas que rodeaban la instalación cirquera.

Tana esperó a comer su ración de maní y sumergir su trompa en el vaso encerado donde la fría cerveza burbujeaba.

Se dice que el hombre se paró frente a frente a la gigantesca mole que, como era habitual, esperaba por su amigo. Ella extendió la trompa sobre la cerca y tomó a Quirico por la cintura, lo levantó y lo proyectó contra el metálico enrejado. Fin de la historia.

También se propagó la noticia que Tana, ya trasladada para un circo capitalino, se sintió enojada con uno de los encargados de atenderla. Ante la embestida, el sirviente perdió el equilibro y fue al suelo enarenado. El paquidermo levantó una de sus rugosas y poderosas patas. Colofón trágico.

Otros de los personajes más populares de nuestra ciudad fueron Sopla y Carlito. El primero, con gran comicidad innata, hacía reír a vecinos y paseantes con sus bailes y chistes. Incluso, montado en su bicicleta (elementos inescrupulosos le robaron dos de esos ciclos) no se estaba quieto sobre el asiento.

A Sopla le comenzaron a nombrar así por su maña de proyectar, cada mañana cuando partía a su trabajo en la Zona Industrial, un agudo y sostenido silbido que, a esa hora, 6 de la mañana, era como un puntual reloj que iba anunciando el nuevo día desde Pueblo Nuevo hasta Versalles. Para sus familiares y amigos íntimos, era Cucú, que respondía al nombre oficial de Tomás López.

Al regreso de su jornada laboral, la misma operación, a las 3 de la tarde. Se detenía donde hubiera un radio puesto con música y ahí comenzaba a bailar y los muchachones del barrio le hacían un ruisueño coro.

Mas, antes de llegar a su casa, se ponía a juguetear con el chivo Paco, propiedad de un vecino de la calle de San Diego, entre Santa Rita y San Juan de Dios. 

Él provocaba al chivo, al que le daba tragos de ron, a lo cual el animal se habituó, y comenzaba entonces la correría, calle arriba y calle abajo, de Sopla y detrás Paco, que quería más, pero se había agotado la existencia del líquido embriagador.

Paco, alguna que otra vez, corneaba a paseantes desapercibidos de su proximidad e intenciones.

La muerte de Cucú fue muy sentida en la ciudad, hace alrededor de 8 años. Incluso, su fallecimiento fue reflejado en el semanario Girón, con el título Su último soplo, de la autoría de quien suscribe la presente crónica.

Otro personaje que atraía a los muchachones del barrio era Carlito, vendedor ambulante de ricos dulces, entre ellos grandes y calenticos pasteles de guayaba, coco y frutabomba, al precio módico de 5 y 10 centavos, respectivamente.

Su pregón decía: “Niño llora, para que tu madre te compre dulce”.

Una tarde, Guido Mederos, que gustaba de las bromas, comenzó a fingir un llanto cuando Carlito terminaba la frase de su pregón, cerca del grupo de chiquillos y no tan chiquillos.

La respuesta no se hizo esperar: “No me llores a mí, llórale a tu madre.” Todos rieron, hasta el propio vendedor, quien continuó, imperturbable en su gestión.

Sin embargo, como él gustaba de verse rodeado de amigos y ocasionales testigos, todas las noches Carlito iba a la estación de trenes, además de tomar café recién colado, a relatar algunas de sus muchas anécdotas.

Fuimos testigos casuales de una de esas tertulias improvisadas, en las que el narrador contaba, con suma seriedad, cómo había sido seleccionado para acometer delicadas tareas.

—Pero acaba de contarnos —le pedía uno de los asiduos.

—No te desesperes —respondía con voz profunda y pausada el protagonista de la reunión—. Pregúntenme dónde yo estaba, porque hace días que ustedes no me veían —mentía con cierta sorna, pues en la tarde se encontraba en la venta de dulces.

—Disculpa, es verdad, ¿dónde estabas? —ripostó el otro, siguiéndole la corriente.

—Pues preparándome para encarar un examen difícil, que vencí, gracias a mi inteligencia y entrega total a los estudios. Tenía que aprobar, para poder licenciarme.

Murmullos de teatral admiración.

—Debía vencer esa tarea —expresó, mientras paseaba la mirada algo burlona sobre los presentes.

—Bueno, cuenta de una vez qué pasó y en qué te licenciaste.

—Señores —dijo con su característica voz pausada. Él sabía del impacto que provocaría su declaración en el auditorio—… Permítanme primero tomar un sorbo de café —degustó el humeante líquido mientras sus ojos reflejaban un incontenible regocijo—. Me gradué de dentista y fui el designado para —suspenso, risas contenidas, murmullos suaves de los circunstantes…

Y de un tirón lo dijo, con un grito de triunfo:

—¡Yo le extraje una muela careada….a la Boca de Camarioca!

Estallaron las risas, las carcajadas sonoras, cuando ya él, tomado el último sorbo de café, se retiraba de la escena, cual actor protagónico de un drama que vuelve al escenario para responder al clamor de  la multitud que lo aclama.

—Hasta mañana —acotó como colofón, y se fue con su andar ligero, no sin antes repertirlo— ¡Yo le extraje una muela a la Boca de Camarioca!

(Por Fernando Valdés Fré)

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