Cuando caminas por la calle bajo el peso de muchas tribulaciones o apurado por el reloj, es probable que al cruzarte con algún conocido sientas la tentación de evadir el saludo y, por consiguiente, una conversación protocolar que puede durar lo mismo dos que veinte minutos. El próximo encuentro entre ambos puede repetir las tensiones o bien adaptarlas a tu costumbre, y convertirte en “fulano de tal, el que ya no saluda a nadie”.
Si eres de los que sienten un remordimiento instantáneo en este tipo de situaciones, es casi una certeza que a la inversa te desconciertes cuando te dejan con la palabra en la boca, el rabillo del ojo en tensión y la duda en el cerebro. Los evasores de miradas natos nunca se arrepienten de su pasmosa actividad, mientras que los ocasionales conservan la mayor parte del tiempo un buen grado de empatía; si bien es peligroso juzgar a una persona por uno solo de estos deslices, muchas veces entendibles y lógicos, en otros casos ello denota una persistente falta de comportamiento cívico cuyo remedo no depende de la edad.
Desde que somos niños y damos nuestros primeros paseos por las calles, a menudo quienes nos sostienen de una mano nos agarran la otra para que aprendamos la necesidad e importancia de saludar a alguien que nos cruzamos, ya sea a un compañero del círculo infantil o a un amigo de la familia distante en estatura y edad. Es una de las primeras apelaciones que la conciencia hace al ser humano desde que este la adquiere: el deber de verbalizar el encuentro, o sellarlo con besos, abrazos, un apretón de puños.
A medida que uno crece y conforma su personalidad, define mejor cómo comportarse durante lo sucesivo en tales circunstancias. ¿Podemos referirnos realmente a esta práctica, socialmente transmitida de generación en generación, de cultura en cultura, como un deber? Al menos en la Cuba de hoy, salvo en el plano militar y alguna que otra liturgia, no lo considero así. Mas, ¿la evasión del saludo es sinónimo de apatía? En muchos casos, lamentablemente sí, sobre todo cuando ni siquiera la mirada establece un efímero puente comunicativo.
Sostengo el “lamentablemente” porque, según estudios, ese estado apático, de desinterés, indiferencia y carencia de entusiasmo, se presenta numerosas veces en individuos con cuadro depresivo, ya sea un desocupado errante y alcohólico, tal vez avergonzado de sí mismo, o un jefe prepotente y reacio a la idea de contactar visualmente a los subordinados mientras recorre los pasillos de la empresa, también avergonzado seguramente de sí mismo.
Pese a las capas de irritante indiferencia con que cubren muchos su inseguridad, es preciso recordar que el ser humano posee la potestad de decidir cómo conducirse por el largo trayecto de la vida, a qué personas priorizar en sus atenciones y en qué medida dedicar su tiempo a las infinitas casualidades con que puede tropezarse en dicho trayecto.
Libre es de optar por mostrarse efusivo, sereno u hosco ante cualquier reunión organizada por el azar, preocupado o no por herir la sensibilidad de una suegra previa, de ese viejo compañero de aula a quien ya le da igual que se produzca el intercambio o, por el contrario, de ese familiar expectante en la acera del frente.
No pretendo ponderar el criterio nacionalista de que “el cubano de verdad te grita y te saluda donde sea” ni criticar tampoco el correspondiente a esas sociedades donde “la gente es tan fría como el clima”, pues encuentro el calor criollo tan respetable como la impavidez más germánica. Creo en el respeto al espacio individual y, asimismo, en la posibilidad de un equilibrio entre ambos extremos.
No obstante, y que se detenga para disentir de mi opinión cualquier evasor de miradas, en la práctica somos testigos de que la capacidad de mirar a los ojos con seguridad no solo genera credibilidad y confianza en un intercambio coloquial: también suele denotar lo limpio de una conciencia.