Siempre he creído que en la Isla hay muchos husos horarios, esas líneas invisibles que regulan el tiempo según la posición geográfica. Normalmente cambiarían cada muchos kilómetros. Sin embargo, aquí pueden variar cada pocos cientos de metros. Quizá para uno sean las 10 de la mañana, pero para otro, digamos que está a tres cuadras de ti, serían las siete. Por eso la actividades comienzan dos horas tarde, porque tú estás en Nepal y los organizadores, en Nueva Zelanda.
Así me explico el comportamiento de esas personas con las que quedas a una hora determinada y tú, por disciplinado, por puntualito, estás ahí en el momento pactado. Siempre das 15 minutos de margen. Los extremismos no son buenos. La gente se complica y el transporte se pone jíbaro. Tuvo un percance: se le rompió el zapato a mitad de camino y regresó a ponerse otras chancletas, o debió ayudar a Peter Pan a llegar a la tierra de Nunca Jamás, o se enredó a nueve asaltos con las sábanas y en el tercer tercer round le hizo morder la lona-colchón.
En ese primer cuarto de hora que se concede, porque uno no es un inconsciente, las esperas calmado. Te conectas un rato en Internet y contestas par de mensajes, revisas las notificaciones de Facebook e Instagram o, sencillamente, miras el trasiego de gente y automóviles de un lugar a otro, te entretienes con los transeúntes y el tránsito. Luego, cuando te preocupa si te habrán dejado como pan olvidado en tostadora encendida, quemado, llamas para saber por dónde van.
Todos tenemos un amigo —de hecho, uno mismo puede ser ese amigo, porque de una manera u otra todos nosotros hemos “quemado” a alguien— que te contesta el teléfono e, incluso antes de que le preguntes, te suelta a borbotones: “Estoy a tres cuadras”, “En cinco minutos llego”, “Cuando veas a alguien con una camisa guarabeada doblar por la esquina, ese soy yo”.
No tienes más opción que creerle y volver a la espera; por lo menos sabes que llegará, aunque no se sepas cuándo. Ahí entra mi teoría. La explicación es que tú estás en Zimbabwe y ellos en Dinamarca.
En verdad, el “Estoy a tres cuadras” fácilmente te lo pudo decir en el mismo momento en que abría la ducha y esperaba que el calentador hiciera efecto, o mientras contemplaba cómo el agua para bañarse comenzaba a burbujear, dentro del jarro con el fondo quemado en la hornilla, para poder echarla en el cubo.
“En cinco minutos llego” puede significar que está metido bajo la cama, arrastrándose como soldados en entrenamiento en una alambrada baja, en búsqueda del zapato al que el otro día sin querer le propinó una patada y lo envió a esa región ignota de los cuartos donde todo se pierde y todo aparece.
“Cuando veas a alguien con una camisa guarabeada doblar por la esquina”, pueden observar con detenimiento la lagaña, redonda, amarilla y perfecta que se les acaba de quedar pegada en la punta del dedo, sorprendidos por lo redonda, amarilla y perfecta que es.
Mientras tanto tú, aún en espera, intentas matar el tiempo en defensa propia. Te aburres de los transeúntes y el tránsito; vas a un café cercano a por un expreso; compites con tu reflejo en la vidriera de una tienda a piedra, papel o tijera; juegas al “veo, veo, qué cosa ves” con la gente que pasa, a ver si hallas a alguien conocido con el que dar muela, por lo menos cinco minutos; y así.
Hasta cierto punto recuerdo esas paradojas de las películas de ciencia ficción donde, cuando se trasladan por disímiles planetas, para los que se quedan en la Tierra pasan cuatro meses y para los viajeros, 40 años. Entonces, cuando se reencuentran al final del filme, el primero es un anciano y el otro aún, como se diría popularmente, un titi. He conocido a muchos astronautas de la puntualidad que atraviesan las cosmocuadras de los planetas Cuba.
Cuando atraviesan todos los husos horarios, cuando ambos ya están en el mismo, en la frontera entre la India y Paquistán por ejemplo, te sueltan esa frase criolla que todo justifica: “Asere, me enredé”, y aunque los aprietes nunca te contarán que cuando les timbraste aguardaban por que se calentara el agua de la ducha, o exploraban el país de los zapatos pateados o se frotaban los ojos para acabar de despertarse. Al final uno lo entiende, porque aquí cualquiera se enreda y un día eres el quemado y otro el quemador.