Tenía una novia a quien, cada vez que iba a mi casa, antes de marcharse, tenía que revisarle el bolso porque siempre ahí, camuflajeados entre los cuadernos de la escuela, llevaba escondidos tres o cuatro libros míos.
Incluso, un día me percaté de que entre la saya y la blusa había ocultado una noveleta, como hacen los estudiantes universitarios para entrar canequitas de ron en las discotecas; pero a través de la tela fina de su uniforme de pre se le marcaba la silueta.
Ella era algún tipo de bookaholic, una persona que necesita tener “ese libro” como sea. Y cuando digo “ese libro” puede ser cualquiera, desde un manual de ingeniería mecánica de la República Checa hasta una edición de Memorias de Adriano con tapa dura.
Pero ella no calculaba que yo era otro bookaholic, y medio paranoico, que tenía memorizado el orden de cada volumen del librero, y si faltaba alguno enseguida mi sentido arácnido fetichista se activaba. Nunca pudo robarme uno, aunque en algún punto sus maniobras se transformaron en un tipo de juego consensuado, en el cual yo sabía que ella me los iba a robar y ella, que yo la iba a descubrir.
En mi vida he encontrado muchos bookaholics. He conocido gente como yo que evita las librerías, porque sabe cuándo entra, pero no cuándo sale; o te dices que en la Feria del Libro no vas a gastar mucho porque estás a fin de mes, y terminas pescando cabos de cigarros en los ceniceros de la casa para poder fumar.
Un bookaholic reconoce a otro a la milla. Por eso cuando se hace un trato entre dos debe ser un “dando y dando”. Yo te presto lo que quieras, pero debes ofrecerme a cambio un texto del mismo valor; si no, “nananina” que nos conocemos de atrás, mi socio.
Sucede sobre todo cuando son ediciones difíciles de conseguir en Cuba, por sus autores o por ser considerados una novedad o un best seller.
He oído historias de personas que entran a las librerías en pareja; uno distrae al empleado y el otro, sigilosamente, carga la mochila. Sin embargo, como dije al principio del párrafo, son solo comentarios que han llegado a mí; no es que haya conocido gente que realice estas prácticas, y mucho menos lo he hecho yo.
Los libros son mis pequeños hijos. Cuando los dejo abiertos en la cama, parecen hermosos pájaros que nunca levantarán el vuelo mientras vivan bajo mi techo. Ellos se añejan al pie de mi mirada, encima de las tablas empotradas en la pared a las que llamo librero; y pasan de ese olor a tinta fresca, a papel aún caliente, como recién salido de la imprenta, hasta que comienzan a oler a humedad y lo que fue blanco se transforma en sepia.
Así que aquellos que de una manera u otra han logrado escapar de mi vigilancia, porque sé que lo han hecho, y tienen en su poder alguno de mis hijos, que se preparen, que esto es ojo por ojo, diente por diente, página por página.