Una amiga, unas semanas atrás, me comentaba que debió soportar los amaneceres de perros –esos en que temes que si le tocas la cabeza y con ternura le susurras “ya es de día” puedes perder un dedo– de su compañera de alquiler durante casi un año, hasta que descubrió que el secreto era llevarle café. Me cuenta que ahora se acerca, le palmea el hombro y cuando se yergue con ganas de destripar algo –y lo más próximo es mi amiga– le alcanza el café, como un sacrificio a un dios iracundo y primigenio.
Todos no despertamos de la misma manera ni lo hacemos con la misma facilidad. Hay quien se lanza de la cama como si debajo del colchón hubiera un resorte que cuando abres los ojos se activa y te catapulta a la realidad; otros, como la amiga de mi amiga, y muchos más, necesitan complementar un ritual.
Siempre he envidiado a aquellos que un rayo de sol los golpea en plena cara o el vecino se pone a gritar junto a la ventana, porque el agua de la calle llegó o porque por la acera del frente pasó el ecobio y, con un gesto reflejo, doblan la almohada y se la aprietan contra el rostro y vuelven a dormir como si nada. Esa gente es peligrosa. Si fuera por ellos, nunca hubiera explotado la bomba nuclear en Hiroshima y Nagasaki.
Hay otros que despiertan, pero a media máquina. Si pegáramos la cabeza a su pecho, oiríamos cómo el motor de arranque del cuerpo cancanea para encender. Intenta prenderse, pero aún está frío y se apaga y así seis o siete veces hasta que logran pisar el suelo frío y echarse a andar mientras se rascan una nalga o bostezan.
Son esos que se incorporan en la cama, tienen los ojos abiertos, pero no se mueven, solo miran un punto indefinido u observan absortos las chancletas durante diez minutos. Conmigo pasó la previa del Servicio Militar un amigo que cada vez que nos levantaban a gritos y tenías diez minutos para asearte y vestirte y bajar para la gimnasia matutina, él, como un zombi, un estado intermedio entre la vigilia y la muerte, solo miraba las botas colosos. En 45 días nunca se pudo cepillar los dientes porque el tiempo no le alcanzaba.
Están también los que pinchan en modo automático. Coloco en esta categoría a aquellos que necesitas despertar para preguntarles por algo, dónde pusiste las llaves anoche o sabes a qué hora pasa el turno de guagua, y te responden hasta con lujos de detalles. Piensas que abandonaron el sueño, pero no, siguen ahí en los suburbios de lo onírico.
Incluso, pueden ir al baño para cambiarle el agua a los pececitos o le abren la puerta al mensajero para recoger el pan de la bodega o sacan el perro para el patio para que él también le cambie el agua a los pececitos, pero regresan al lecho. Luego, cuando despiertan no recuerdan nada y entonces ellos son los que tienen la duda de cuándo vino el mensajero o quién puso el perro en el patio.
Un clásico, sobre todo en las personas que resultan una fusión entre remolones y autómatas, es que cuando suena el despertador o la alarma del teléfono, sin pensarlo, lo agarran y atrasan diez o quince minutos. Así vas de 7:00 AM a 7:15 AM a 7:30 AM a 7:45 AM y hasta el infinito y más allá. Hasta que te pasa por la cabeza quién dijo eso de que hace falta trabajar para poder vivir o para qué ir a la escuela, mañana pido una libreta y me pongo al día.
Puede suceder, como a mí, que la persona que conviva contigo, en este caso mi señora madre, tenga dificultades para calcular el tiempo. Entonces uno cuando tiene una cita importante al otro día y teme no oír el despertador le pide que te llame a eso de las ocho, porque tu encuentro es a las nueve, y desde las seis y media comienzan con la letanía de que vas a llegar tarde. En ese momento, hasta los de despertar más feliz pensamos que si el mundo revienta no importa, porque así podríamos seguir en cama.
Recuerdo una canción, El despertar, de Carlos Varela y Liuba María Hevia que decía algo como: “El despertar, capitán del día / llena mi cama de algarabía / Es un ladrón / que se disfraza con rayos de sol” que trasmitían mucho por televisión cuando niño. Siempre la odié por irónica ¿Qué algarabía ni algarabía? Creo que a pocos les gusta despegarse de las sábanas o que le arranquen de cuajo del sueño.
Sin embargo, hay que echarle ganas al día; así que deja el hueso y acaba de despertar.