Después de muchos años, una noche cualquiera me decidí a escribirle. Quizás cara a cara nunca se lo hubiera dicho, pero el Messenger aguanta lo que le pongas. Quería ponerle que estudiamos juntos en primer grado, y que la primera vez que me enamoré fue de ella. Sus ojos azules me obsesionaban, como pudieron hacerlo unas canicas pulidas en las que dentro cabe un reino que levantaron en una flor de loto, en donde cada pétalo es una hermosa ciudad de casas de bambú y templos en que la hiedra sube por las paredes.
Si un adulto se hace un lío cuando se enamora, qué puede quedar para un niño. Le comentaría que fue algo puro y hermoso, porque entonces no conocía a la señorita lujuria, con sus lazos de satín y sus ligueros y sus cuchillos.
Luego le soltaría la perorata de que dice Cortázar que somos tontos si pensamos que elegimos de quién nos enamoramos, que el amor es como un rayo que te deja estaqueado en medio del patio; pero que yo no creía en Cortázar, porque a mi padre le cayó un rayo, uno verdadero, violeta y violento, en medio de un patio y nunca me dijo que el amor era así. Solo me comentó que casi muere y que me resguardara cuando las auras tiñosas volaban bajo porque era una señal que el cielo prometía agua.
Mi padre nunca me dijo qué era para él el amor, tampoco lo ha hecho mi madre ni un libro soviético que leí con trece años que se llamaba así, «¿Qué es el amor?», donde observé por primera vez una mujer desnuda de cuerpo entero y la señorita lujuria asomó su muslos, con su liguero, por una de las esquinas del paraván.
Pienso que cada cual tiene su propio concepto. Quizás para algunos sea como cuando un gato te camina entre las piernas y se frota contra tu pantalón y levanta el espinazo y hace una reverencia; para otros, tal vez, son los cinco segundos que demoras en caída libre desde la baranda hasta que rompes el río y luego debes nadar hasta la orilla, treparte en el puente de nuevo y volver a lanzarte.
Le contaría que tropezamos cientos de veces como dos transeúntes, aquí y allá, en las paradas, en los portales cuando las señales de las auras tiñosas se habían cumplido y había que resguardarse de los aguaceros. Sin embargo, nunca habíamos conversado, ni siquiera nos habíamos preguntado la hora o pedido una dirección. Éramos dos en la ciudad, como canta Fito. Imagínate que un día alguien, mientras vas de paso a algún lugar, te detenga y te suelte, así como si nada, «Tú fuiste mi primer amor». ¿Qué harías entonces?
Hace mucho, mucho tiempo, mis sentimientos hacia ella, junto a mi infancia, habían quedado atrás al igual que la noción de que el mundo acababa en la avenida grande al doblar de mi casa y que si cerrabas los ojos podías hacerlo desaparecer. Mas, quedó la historia y la reminiscencia de gracias a ella haber encontrado una certeza.
Lo último que le escribiría sería que para mí lo más parecido a una definición del amor lo encontré en un cuento de Yukio Mishima. En él un sacerdote budista a punto de alcanzar la iluminación, después de una vida de restricciones, por casualidad observa a una cortesana mientras se baña en un estanque.
Al anciano, que en sus tiempos de meditación soñaba con un reino que cabía en una flor de loto, en que cada pétalo era una hermosa ciudad con casas de bambú y templos donde la hiedra trepa por las paredes, comenzó a imaginar los ojos de la cortesana (como hermosas canicas pulidas). Cuando a ella le comentaron que había un monje prendado de su hermosura, pensó que muchos hombres le habían ofrecido palacios de níveo mármol, vestidos de sedas bordados en oro, pero ninguno le había entregado su espíritu, su iluminación.
Quizás por eso, después de tanto tiempo, decidí escribirle, porque ese amor de niño era puro y hermoso, tal vez como nunca más lo parezca, porque solo tenía para ofrecerle lo que llevaba por dentro. Cuando niño, la señorita lujuria aún no hacía su entrada; se retocaba el maquillaje frente a la luna espejo, y uno no posee nada, una fortuna podía ser el kilaje que te daban tus padres para comprar un coppelita.
Sin embargo, esa noche por Messenger no le escribí todo eso, quizás porque lo hice más por un impulso que por una decisión consensuada con mi lado racional; le puse algo mucho más resumido, algo así como: “Tú fuiste mi primer amor. No te digo que esté enamorado de ti ahora, solo que lo estuve cuando estuvimos en primer grado”. Cerré el mensaje con un emoji avergonzado, el que tiene los cachetes colorados. Ella me contestó un “gracias”. Esa fue toda la conversación.
A la mañana siguiente, cuando abro Facebook me aparece una notificación –de esas de «fulanita tiene una relación con menganito» o «esperanzejo se mudó para Uruguay»– de que el día anterior ella se había casado. Es decir, le había escrito el día de su boda. En ese momento quise que un rayo me cayera encima y me dejara estaqueado.
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