Tengo dos motivos por los cuales nunca olvidaré la primera vez que me senté a ver ¡Viva Cuba!; el primero, que fue la única película que disfruté en el Misha, el cine del barrio, el que todos deberían tener al doblar, en el cual durante toda mi infancia solo proyectaban matinés y matinés de muñequitos rusos y ahora con el proyector, como el cíclope después que Ulises lo engañara, ciego, sirve de sede para el circo.
El segundo es una escena en específico. Para quienes no la hayan visto o no recuerden el filme, la sinopsis va de dos niños, vecinos y habaneros, que se escapan de casa para que el padre de ella, farolero en Maisí, no autorice que la madre la saque de la Isla. Recién escapados, la primera información que les llega sobre ellos a los padres es que alguien los sorprendió por Varadero.
La madre del muchacho se lleva las manos a la cabeza y exclama: «¿Y ese qué hace por allá que nunca ha ido?» La de la niña, por su parte, se pregunta: «¿Y esa qué hace por allá, si nosotros la llevamos todos los años?»
Con los ojos de la adultez, que son unos ojos más cansados, como un proyector con kilómetros de celulosa recorridos, con mucho cine documental, uno entiende que querían hablarte de las diferencias sociales en Cuba y la Península es solo la excusa.
Sin embargo, con mis ojos de niño, aún con la inocencia del coyote que el yunque aplasta y no muere, resultaba extraño tanto que él nunca hubiera ido como que a ella la llevaran una vez al año. Para muchos de los nacidos en la provincia de Matanzas, sobre todo en la ciudad capital o en Cárdenas, Varadero es como decir el patio de atrás de la casa, lo que en vez de haber yerba hay guisasos. Casi todas nuestras redacciones en primaria de “Un feliz viaje a la playa con mi familia” tratan sobre el Cayo.
Incluso, con un poco más de esfuerzo, aquellos matanceros de los territorios más alejados alquilan sus camiones y montan viajes familiares; y entonces puedes ver cómo bajan grandes calderos con tamales y ollas reinas con arroz congrí, que cocinaron toda la madrugada anterior, y tanques con hielo para no se enfríe la cerveza o el ron o el refresco.
De infante no entendía cuestiones como lo difícil que puede ser ir de una escama A a una B en el lomo del Caimán, y que había mucha gente que a diferencia de mí no podían saber que si caminabas sin zapatos en el “patio de tu casa” podías encajarte un guisaso y por eso debías andar en chancletas hasta la orilla del agua y solo ahí te las debías quitar.
Al crecer noté que cuando le comentabas en algún evento a alguien que eras de Matanzas te hacían una relatoría de las veces que habían visitado Varadero: una vez cuando niños por una reservación que le habían dado a la familia por el trabajo, o dos o tres veces por una amistad que vivía en la zona o nunca.
Con el tiempo aprendí el buen gusto de no sorprenderte, a no poner cara de “no es nada de otro mundo”, porque ellos a diferencia de ti no podían pagar dos pesos (antes del reordenamiento) y coger un ómnibus que te dejara en la Treinta o en el Ochomil Taquillas. Nadie tiene el derecho a romperle la ilusión a nadie.
Hace poco hablé con un muchacho de Mayabeque que me contó que logró ir con 22 años. Me lo dijo como un hecho curioso, como un dato para ahondar en el diálogo, para conectar, como algo que solo podía hablar con un matancero, y a mí me entristeció mucho.
Varadero no es solo la playa turquesa de los posters promocionales en donde una pareja hermosa de turistas, con muchas horas de gimnasio, bronceados por el sol del trópico, caminan hacia el crepúsculo por la arena. También son las discotecas, la Casa de la Música, La Bamba, La Bomba donde la gente que nunca ha ido a Ibiza cree que Ibiza se debe parecer mucho a eso, y es el Todo en uno, con su Montaña Rusa y los carritos locos que yo por lo menos no me cansaba de montar, y que entendí luego con una película de Woody Allen que quizás su encanto radica en que puedes dejar salir toda la ira que guardas por dentro.
A mi la Penísula me aburre un poco ya. Quizás porque no soy un ser acuático y chapoletear en la orilla no me divierte tanto. Ahora, además, entiendo que es un reducto dentro de una Cuba plural, un lugar del deseo para muchos, un vecindario cercano al Edén, basado en la belleza de la naturaleza y la inteligencia del hombre. Desearía que todas las redacciones del país de “Un viaje feliz con mi familia a la playa” trataran sobre él. Quisiera que el que fatalismo geográfico y económico encallara en sus playas.
Estimado Guille:
Excelente crónica. Quisiera aportar algo, quizás se aleje de la línea del artículo, pero está en mi anecdotario. Fuí (soy) de los guajiros del interior, esos que, como describes, conocieron Varadero en el siglo pasado, trasladándose mediante el alquiler de camiones y en viajes familiares; y de almuerzo grandes calderos con tamales y ollas con arroz congrí, que cocinaron toda la madrugada anterior, y tanques con hielo para no se enfríara la cerveza o el ron o el refresco. Más tarde, ya en la Universidad, becado, me enzarzaba en debates con condiscípulos de otras provincias, quienes consideraban que nosotros, los matanzeros, éramos privilegiados al tener a Varadero. Les rebatía que no, que era un handicap, sobre todo a la hora de distribuir los recursos. Utilizaba un símil. Si a la provincia el país le asigna un peso, tiene que reasignar 98 centavos para Varadero, uno para la capital provincial y el resto para los otros municipios. En ese tiempo, y ahora, Varadero era la joya de la provincia, que siempre debía estar reluciente y dársele relumbre, el resto, estaba y está desbaratado.