Hay regresos que salvan y duelen casi en la misma medida. Algo así se siente, año tras año, cuando vuelvo a mi pueblo y la alegría de los reencuentros y las comidas familiares se mezcla con un profundo sentimiento de tristeza, mientras compruebo el abandono de algunos de los sitios más entrañables de ese lugar tan anhelado, tan querido.
Diciembre se le parece y no es casual que en el momento en que se escriben estas líneas me encuentre en el único sitio que suelo nombrar “mi casa”. No hablo solo del hogar donde aún vive mi familia, del espacio en el que se quedaron mis libros, mis plantas o del lugar que recorro en mi mente a la vez que repaso mi infancia, mis dudas adolescentes. Cada fin de año me lo revive también por ser refugio, uno al que me aferro para aliviar las nostalgias y volver a los reencuentros, siempre tan necesarios.
Volver es descubrir, sin aviso, que te faltan amigos para visitar, que al último que se marchó ni siquiera le dio tiempo de avisarte: “Todo fue muy rápido”, te explica desde un chat de Whatsapp con un número desconocido; y no te sorprendes, porque sabes, quizás por experiencia, que más de uno sueña el futuro fuera de allí. Volver también significa chocar con la sensación de abismo en la mirada de un anciano, la desesperanza rondando las esquinas, el olvido del cine, del cabaré donde tus padres se vieron por vez primera, de los parques donde solías jugar y alguna vez se rasparon tus rodillas.
Y no hablo solo desde la nostalgia. Quienes se han interesado un poco por su historia saben que no se trata de un pueblo más, conocen su gloria bajo el influjo de la industria azucarera; del impulso de algunos hijos ilustres a su desarrollo social y cultural, de sus aportes a la causa independentista y a la lucha clandestina; del busto de Antonio Guiteras, resguardado durante años por Orestes Arenal durante la dictadura batistiana, uno de los pocos que recuerdan al Héroe en Matanzas.
Saben asimismo que aquí nació el hombre que escribió el épico discurso leído por José Antonio Echevarría el 13 de Marzo, el primer bateador designado del Equipo Cuba, además de prestigiosos músicos y artistas que nos enorgullecen.
Hablamos, de igual modo, de un sitio acérrimo defensor de sus tradiciones, que celebra de forma única el Día de los fieles difuntos, que salvaguarda como pocos el legado afrocubano y protege su cultura, un atributo que se impone ante el paso del tiempo y desafía las carencias que transversalizan aquí las opciones recreativas de calidad para los niños y jóvenes.
Algunos le llaman “fatalismo geográfico”. Yo coincido más con la idea del “fatalismo de gestión”, pues a casi cuatro años de aprobada la nueva Constitución donde la autonomía municipal cobró especial relevancia, aún es insuficiente lo implementado para contribuir al desarrollo económico y cultural más allá de la cabecera municipal. Buenos ejemplos no abundan, pero existen.
Y sin que te des cuenta de la velocidad a la que pasan los días, las despedidas vuelven a hacer lo suyo, y tus padres te dicen adiós otra vez desde el portal y tu perro corre detrás del auto, casi hasta la calle Real, hasta que comprende que no juegas, que en verdad te has ido.
Volver es eso: sufrir inevitablemente, como lo haces por aquella mata de jazmín, alguna vez esplendorosa, florecida, que cada vez se vuelve más pequeña y mustia. Sufrir porque sabes que se trata de admitir su pérdida, o confiar en la lluvia impredecible, o regarla cada día para que recobre su vigor, sin duda, la solución más eficaz.
Volver es sentir, no dejar de hacerlo aunque duela, plasmar tu dolor, que es también liberarlo, llenarse de aire los pulmones del alma y emprender el camino hasta el próximo regreso.
No puedo contener el llanto! Que tristeza, cuánta nostalgia, se me rompe el alma. Mi pueblito querido, cuántos recuerdos, cuánto amor recibí de ti. Mi pueplo carà, ve como luchan mis vivos y guarda con amor mis muertos.
Escribí hace un tiempo este soneto. Jamás lo dedique a nadie, solo a Agramonte. Ahora, tiempo después está dedicado a alguien: Lisandra Pérez Coto.
«Agramonte era un hallazgo, una ventana
sin sueños, perdida en mis baúles,
una parque sin iglesias ni campanas
que azoren sus pájaros azules.
Agramonte era su gente, las palabras
susurradas tras la hoguera de los vientos,
viejas almas, calles rotas, las macabras
visiones polvorientas que me invento.
Era Moncada, mi 70B, mi Yeyo,
el negro viejo, las chancletas, el destino,
los gallegos, el chanchullo, los destellos
de veredas que jamás fueron caminos,
algunos amores: ya aprendí a vivir sin ellos.
Aún sin patrias, sigo siendo agramontino».
Magnifico, mis felicitaciones a Lisandra!