‘‘Yo todavía, cuando dan una cajita de cumpleaños y la croqueta la ponen lejos del merengue, la cojo y la embarro’’, me comentó una amiga hace ya un tiempo.
De repente, comencé a salivar. La memoria de la boca, un túnel que nos puede trasladar a lugares lejanos, me condujo a decenas de fiestas de cumpleaños cuando era niño.
Ahí donde siempre te daban la comida en un platico, lámina blanca ultrasensible que siempre se rajaba por el centro y nunca por los bordes, o la cajita, una armazón carmelita que si el cake tenía mucho almíbar atravesaba el cartón y terminabas con las manos pegajosas.
En cualquiera de los dos recipientes todo se mezclaba en una especie de orgía alimenticia: la ensalada fría envolvía al pan con pasta, el pan con pasta se pegaba al pastelito y así. Sin embargo, de alguna manera esa mescolanza sabía bien o por lo menos en la cocina de la mente, con sus tantos aparadores, tiene un lugar privilegiado.
Los cumpleaños infantiles en Cuba, por lo menos los de mi época, alguien nacido en los 90, no solo se caracterizaban por la panetela con mayonesa.
Otra amiga, cuando le hablaba de la teoría de la croqueta con merengue, me decía que ella recordaba ‘‘que de niña nunca se metía en las piñatas, porque conociéndose ella, el primero que la empujara se iba a llevar par de pescozones’’.
Las piñatas, hechas de cartón de cajas de freezers y televisores Panda y sus cordelitos colgantes, sacaban lo peor de nosotros. Por un caramelo, aunque fuera un rompequijá, todo estaba permitido. Además, creo que era un entrenamiento para la caza del ómnibus salvaje cuando uno creciera: misma molotera, misma predisposición a la violencia.
Las fotos de estos eventos, todas eran en extremo parecidas. En primer plano una mesa larga con un mantel blanco, encima de ella un cake grande; a los lados, como soldados en firme, par de pomos grandes de refresco, para quien pudiera permitírselo, y quizás una fuente con Africanas o cualquier otro chocolate.
Detrás de la mesa ceremonial, posaba la familia con el niño cargado si era muy pequeño. A los lados, bien apretados, los abuelos, los primos, los tíos.
La otra composición de la imagen puede ser el agasajado soplando las velas y alrededor suyo los niños contemporáneos del barrio, los mismos que jugaban contigo a las escondidas en las noches de apagón. En esa época, lo digital constituía un privilegio, así que las fotos se imprimían y hay quien las colgaba en la pared, otros la guardaban en un álbum como recuerdo de tiempos felices.
Había algunas celebraciones donde contrataban payasos, gente que luego entendería que eran contadores o especialistas en Recursos Humanos, que se pintaban la boca de rojo para ganarse unos quilos extras. A estas alturas de mi vida, cada vez que oigo la palabra micrófono me sonrío, porque recuerdo a uno de ellos que en vez de decir micrófono decía microbio, y ese chiste insulso para un adulto a mí me hizo desternillarme. Es uno de los ataques de risa más intensos que he tenido y aún me restan las reminiscencias.
La teoría del pan con pasta y merengue nos afirma que de la nostalgia nadie nos salva. Los años al pasar, de la misma manera que las cajitas, arman tremenda mescolanza, allá arriba, en la cabeza, pero siempre quedan definidas dos o tres memorias de cuando fuimos un poco más felices.
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