Ficha técnica
Título original: Samaritan
Año: 2022
País: Estados Unidos
Dirección: Julius Avery
Guión: Bragi F. Schut
Reparto: Sylvester Stallone, Javon Walton, Pilou Asbaek, Dascha Polanco, Sophia Tatum
Duración: 101 minutos
¿Para qué gastar millones en efectos especiales cuando se tiene la oportunidad de filmar a Sylvester Stallone de espaldas, a través de la lluvia y luces nocturnas de Granite City, y pese a su silueta encapuchada y hosca adivinamos lo que piensa, lo que siente?
Hoy, Stallone es Samaritan como ayer fue Cobra, Rambo, Rocky, como siempre lo será; en su zona de confort se desechan las grandes ambiciones, tanto artísticas como monetarias, porque es donde el actor hace suyo cada tic del personaje, lo instala bajo su piel, y nosotros a él lo hacemos nuestro. Por sus venas corre la sangre de justicieros, vigilantes, policías, asesinos honrados, boxeadores, mercenarios; por la nuestra, la del guerrero en cuyos puños confiamos, en cuya furia descargamos la nuestra gracias a la imagen en movimiento. Cuando eso se logra, y lo debía saber Hawks cuando seguía en traveling a Cary Grant, o Ford cuando encuadraba en toda su estatura a John Wayne, importa menos la calidad visual de las explosiones o la credibilidad fotograma a fotograma de los disparos, porque un efecto especial de carne y hueso, de pensamiento y alma, se impone.
Inusual en un ambiente cada vez más perfeccionado hasta la extenuación como el de los superhéroes, sin guardar mayor ambición que entretener y contentar a los nostálgicos de décadas pasadas, Samaritan supone para su categoría en la estantería del videoclub una obra tardía capaz de reivindicar, que no revitalizar, por sí sola el potencial histórico que la sustenta. Más ligera que esa anticipación a su tiempo titulada Unbreakable (2000, M. Night Shyamalan) y menos oscura que Logan (2017, James Mangold), quizá los mejores exponentes del “pequeño” cine superheroico, el de capuchas caídas, humor escaso y ritmo más sereno, el que se niega a suplir con digitalización las carencias de la creatividad, esta diminuta joya brilla lo suficiente desde su discreto rincón para demostrar que la otra cara de tan grandilocuente género puede ser entretenida y asiduamente perecedera, como el buen cine popular demanda, además de reflexiva.
Esta oda a la fuerza bruta en detrimento de los gadgets, a la sencillez del entretenimiento tan engañosa a veces en su simpleza, es la historia de dos historias: la primera, el pasado de enfrentamiento entre Samaritan y su archienemigo o el bien contra el mal apenas vistos en retrospectiva, es puramente referencial en apariencia; la segunda, el melancólico presente de Joe (Stallone), basurero poco ocioso en una ciudad al borde de la anarquía, se presenta triste y monótona hasta producirse el amigable choque entre él y un pequeño admirador, obsesionado con el escenario épico que un día fue Granite City y con la idea de tener en su vecino, a muy corta distancia de su cotidianidad, al anterior Samaritan.
Ambas líneas temporales son más complementarias de lo habitual en este tipo de films, en una estructura narrativa similar a la de ¿Qué fue de Baby Jane?, ya que la recuperación del pasado acontece en momentos clave para el mayor conocimiento moral que tendremos de algún que otro personaje.
Desde un inicio que recuerda a Conan el bárbaro (1982, John Milius) hasta la reconfortante individualidad que acompaña a la conclusión, tan propia del Stallone de los 80, el color juega un rol fundamental en la sugerencia de aquello que el argumento evidencia: azules tenues y grises la mayor parte del tiempo, tonos rojizos para acompañar las catarsis de violencia y dinamismo. El cromatismo del fuego parece influencia de Cobra (1986, George P. Cosmatos), conveniente ejemplo de empleo del lenguaje de cómic en la conformación de una pieza cinematográfica, de una época en la que el legendario intérprete, guionista y director mostraba interés en poner su sello autoral en cuanto a mensajes sociales, ya fuera la aversión a la anarquía o la justicia social, más allá de la iconográfica composición de los personajes y sus contextos de enérgica ficción.
Cuando en una escena intuimos que al viejo protagonista le apasiona reparar cosas, relojes, radios, etc., y ello permite al guión establecer una semejanza entre esa afición y su propia condición de titán en decadencia, solicitado por la apremiante negrura que se cierne sobre su ciudad, esta idea es expresada verbalmente, como si el tacto inteligente y poco rebuscado que bastó para transmitir el símil no sirviese de nada. En un drama de prolongada introspección y vocación trascendente, sería un punto menos para el conjunto; pero en una película tan deudora de la vieja escuela y humilde como Samaritan, es casi una declaración de intenciones en apología de la sencillez frente a la sofisticación.
No hay qué esconder, aunque sí mucho que sacar, en una película que apuesta más por la sustantivación de su tema que por la adjetivación del mismo, y en la que con poco lugar a dudas se aplica la cita de McLuhan sobre la comunicación de masas: el medio –en este caso el cine, en solo una de sus formas industriales más dinámicas y satisfactorias– es el mensaje.