Las predicciones constituyen una de las temáticas fascinantes por excelencia para el ser humano. Desde los inquietos teóricos de conspiraciones hasta la audiencia más casual de Pasaje a lo desconocido, rara vez escapamos del asombro. La capacidad, por parte de excepcionales individuos, de generar expectativas y acaparar la atención ante la consumación de sus profecías, sorprende al resto de mortales no iluminados.
Ahí está Verne, presumiendo de tantas bocas abiertas a más de un siglo de su muerte, con sus submarinos y alunizajes, sus elevadores y (en la novela París en el siglo XX) hasta Internet. Antes que él, Nostradamus, desatendido por la humanidad incauta mientras parecía prevenirla de Napoleón, Hitler y demás catástrofes. Incluso cualquier vecino de nuestra cotidianidad merece algún halago, cuando predice si lloverá o no y la naturaleza obedece.
¿Quién pudo predecir el aspecto actual de nuestra ciudad, ajiaco de criollismo y constructivismo soviético? ¿De la civilización humana, donde ciencia y religión pugnan por el enésimo asalto? ¿De las noticias que nos llegan a diario por escrito, por radio, televisión y sitios web? Tales cuestiones parecen demasiado complejas para ser respondidas fácilmente. No obstante, el desarrollo de la Historia en nuestra era permite intercambiar opiniones escépticas, diseñar teorías propias y, desde luego, atribuir el don de la clarividencia a quien puede poseerla o no.
En mi caso, hago mi particular aporte al asunto. No como artífice de una profecía, sino como observador externo de la misma. Un dato tan curioso como ajeno a los libros, y me temo que a cualquier archivo existente antes de estas líneas. Mi observación parte de la hipótesis, y conecta el escenario actual de la urbe matancera con una predicción parcial hecha por cierto artista, hoy octogenario, nacido en la lejana ciudad de Roma.
Desde hace alrededor de una década, me he acostumbrado a la presencia de motos que surcan mi ciudad en calidad de taxis sobre dos ruedas. No sin hacerme preguntas tales como hasta qué punto una parte de estos conductores asume una tarifa de precios más ética que el resto. O cuánto se hubiera seguido prolongando el tiempo en espera de un ómnibus, a las más diversas horas de los más aleatorios días, de no haber optado por pagar aquel caro viaje en motor que me permitió arribar a mi destino. O en qué otras regiones del mundo esto es común.
Con respecto a la última interrogante, mi afición al cine y a los documentales, así como una reciente búsqueda en la red de redes, acabaron por convencerme de que las motos-taxis son medios de transporte habituales en países del tercer mundo, mayormente del sudeste asiático. En cambio, si indagamos en Italia, la introducción de esta vertiente vehicular ha cumplido fines tan pragmáticos como facilitar el tráfico.
En los últimos años, los matanceros hemos asistido al recrudecimiento de la situación del transporte. Nuestra billetera deja el hogar desconociendo cuánto peso perderá antes del retorno, y el sudor de nuestra inquietud corre bajo la ropa y la presión de cuerpos ajenos en saltante movimiento. En coincidencia con dichas circunstancias, tuve la ansiada ocasión de degustar un clásico del cine de terror italiano, fruto de la imaginación como guionista y director de Dario Argento.
El largometraje, titulado Tenebrae y estrenado en 1982, llegó a mí por favor de un amigo con mayor fortuna en las descargas digitales. Al margen de cuánto disfruté el hipnótico efectismo logrado por Argento, su puesta en escena ostenta una idea de amplio vuelo intelectual bajo las capas de sangre y gritos de las sucesivas víctimas en pantalla. Esa idea fue lo que más me llamó la atención, y me hizo admirar la posibilidad de encontrarme frente a las imágenes creadas por un adivino.
La Roma representada por el cineasta en su obra es una ciudad posmoderna y desolada, perteneciente a un futuro relativamente distante, donde imperan la violencia, la ruptura estética y la pérdida de valores cívicos. Una forma tal vez algo arbitraria de inclinar las inquietudes autorales hacia los derroteros tomados por el mundo capitalista. Pero dentro de su imaginería noté un hallazgo prácticamente insólito en el cine occidental: moteros-taxistas en varias escenas del filme, trasladando a diferentes personajes de un punto a otro de la capital italiana.
Dentro del celuloide, el fenómeno cumplía una función atmosférica. Fuera de él, en la escena cubana y matancera, responde a la necesidad económica y la dificultad paralela de la transportación.
No se trata de aplicar un inoperante sensacionalismo al vínculo entre ficción y realidad, sino de exaltar cómo las ocurrencias trascienden el tiempo, las fronteras e incluso los límites de la invención. Pues, concretamente en este caso, una idea recorrió por vía transatlántica la distancia entre la Italia de unos divertidos 80 y la Cuba del complejo presente.
En resumidas cuentas, es preciso otorgar un azaroso mérito al señor Argento. No todos los días se descubre que un romano profetizó en qué nos moveríamos los cubanos del siglo XXI, cuando faltaran ómnibus en los que llegar a tiempo al trabajo o volver ansiosos a casa.