Decir que Los Muñequitos de Matanzas representa la esencia cultural de La Marina es casi una redundancia. Probablemente no exista otra agrupación cubana que posea una relación tan enriquecedora con su espacio vital. El conjunto rumbero se ha convertido en toda una institución, residiendo en el mismo lugar que los vio nacer hace 70 años, en 1952.
No se trata solo de que la rumba es un ritmo de raíz eminentemente popular y tradicional, este género tiene un componente de teatralidad que de alguna manera escenifica la vida en los solares. Sus cantos y bailes emanan la frescura de lo cotidiano, y ellos han sabido depurar esa herencia, estilizarla y convertirla en genuino arte.
Su presencia en la comunidad es motivo de orgullo para sus habitantes. En la opinión de Emilio O’Farril, artista plástico radicado en La Marina, ellos le han aportado al barrio y este ha sido recíproco.
“El grupo ha creado un lenguaje que resulta a la vez un método de resiliencia, una costumbre y una práctica de convivencia. Tenemos la percepción para evaluar la vecindad desde una perspectiva occidental de lo que es la familia y el hogar puertas adentro. Para nosotros La Marina representa una casa abierta, el ‘África Chiquita’, como nos gusta llamarla”.
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LA ESCUELA DEL BARRIO
Si alguien conoce la escuela de la tradición es Regla Mesa, perteneciente a uno de los grandes clanes rumberos, hermana y sobrina de dos de los originales Muñequitos, Pablo Mesa (El caballero Pablo) y Juan Mesa (Juan Boco). Ella misma aprendió empíricamente, en casa, mirando a sus mayores, repitiendo los toques sobre cualquier superficie.
“Estaba chiquita y mi papá nos contaba las historias de todos los familiares que eran intérpretes, compositores, bailadores. Mi abuela, Inés Mesa, fundadora del cabildo arará, era una gran compositora, con temas que integran el repertorio del grupo. En mi familia, la música es un modo de vida. Así aprendieron”.
Algo parecido cuenta Ana Pérez, quien reconoce que ser miembro de Los Muñequitos ha representado su vida entera, todo lo que añoró desde niña cuando los veía ensayar en la calle Salamanca.
“Nací en Daoiz, entre el Callejón del Ángel y el de Madam, pero toda mi familia era de Salamanca No. 2, donde se fundaron.
“Los escuchaba tocar en un cuartico chiquito, y no sé cómo se las ingeniaban pero era una cosa espectacular. En mi interior pensaba cuánto me gustaría ser su bailarina, pero no le decía a nadie porque mi mamá era muy recta.
“Lo que sé de rumba lo asimilé mirando. Junto a la casa de mi abuela vivía una señora a la que le decían Chichí Guasabá. Ella bailaba un yambú y un guaguancó serenitos, todos los hombres que la acompañaban le ponían sombreros y no se le caía uno. Al cabo de los años también mis hermanas Dolores y Regla se hicieron músicos, y estaban con Afrocuba”.
De la más joven generación, el bailarín Bárbaro Aldazábal reconoce que esta música es un sentimiento que acompaña desde la cuna.
“De niño recuerdo haberme divertido tocando los tambores, curioseando, porque en mi casa se ensayó durante un tiempo. El baile para mí era eso, jugar. Primero me daba un poco de pena, hasta que a los 5 años me decidí a salir y hacer mis primeras presentaciones”.
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ORGULLO DE LA GENTE
No hay más que recorrer La Marina para descubrir cuán orgullosa se siente su gente de tener a Los Muñequitos entre ellos. Desde María Caridad Cuesta, quien recuerda que los trajes que usaban los integrantes del grupo los cosía un sastre de la comunidad llamado Virgilio López, hasta Roberto Rodríguez, que de niño conoció a los fundadores y los evoca con mucho cariño.
“Pellado y Catalino siempre estaban jaraneando, guarachando, les gustaba el bonche; y Chachá jugaba con nosotros, nos asustaba; ese era un hombre bueno en todo”.
Para Raúl Domínguez Valdés, El Kimbo, artista y promotor cultural, así es como se vive la verdadera cultura matancera, porque si algo bueno tiene este conjunto es su sentido de pertenencia.
“Ellos están solos en su peso y eso tenemos que valorarlo. Con esto quiero decir que su arte canaliza la expresión folclórica, cultural, religiosa y social de la negritud, porque no han cambiado prácticamente nada en su género. Son auténticos desde la raíz”.
Así se multiplican las opiniones que aúnan un sentimiento de identidad: “esa es nuestra agrupación insignia, nuestro sello”; “donde ellos están hay que ir”; “el que no se sume a la rumba no tiene sangre en las venas”; “lo más grande que le ha pasado al barrio”; “el que oiga un cajón y no se mueva no es de La Marina”.
Diosdado Ramos (Figurín) lo resume del siguiente modo: “La Marina ha sido nuestra casa. Ahí se encuentra nuestra religión, nuestras herencias, los vecinos, los seguidores, la familia grande que en realidad se compone de todo el barrio”.
Más allá de los límites vecinales, se cuentan por miles los que aprecian este legado; como Jesús Sánchez Díaz, quien aún añora los Sábados Culturales, donde conoció esta música allá por los años 80.
“La sandunga, la gracia, la salsa que te llama, te hacen, aunque estés sentado y no sepas bailar, al menos mover los pies y disfrutar. Realmente te revitaliza. Es algo bello”.