Siempre me han gustado los videojuegos, Yu-Gi-Oh, Magic, el anime, el manga, los comics, las partidas de rol, el rock en todas sus variantes, pero sobre todo, compartir con personas que no hayan enterrado al niño interior bajo las responsabilidades y exigencias de la vida adulta.
Por todo ello, en más de una ocasión me he ganado la pregunta de: ¿cuándo piensas madurar?, como si parte de crecer fuera dejar atrás todo lo que otros consideren infantil o poco adulto, como si llegado a cierto punto de la vida existiera una especie de manual de normas que dictan qué está bien y qué no.
Mi respuesta siempre ha sido la misma: nunca, que maduren las frutas. He decidido disfrutar de esas pequeñas cosas que aún me sacan una sonrisa como cuando era niño, y permitirme esos pequeños momentos de “inmadurez” entre tanto trabajo y problemas por resolver.
Hubo un tiempo en el que llegué a esconder mis aficiones, intentando adaptarme al resto, parecer más “normal”. Por suerte, llegado un punto, descubrí cuánto de absurdo había en aquella actitud y empecé a vivir bajo mis propios estándares.

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En mis tiempos, que no fueron hace mucho, era muy complicado ser el friki, el raro, y ni hablar de otras diferencias mucho más serias que jugar cartas “mágicas” en un parque con los amigos. Por suerte, la sociedad cubana se ha ido curando de esos tabúes conservadores y rancios, y los “tolerantes” nos hemos convertido en mayoría.
Fui infinitamente feliz cuando impartí clases en un preuniversitario y mis estudiantes resultaron ser tan diversos en gustos y preferencias, como nunca podría imaginar. Ahí conocí otakus, k-popers, góticos, gamers, skaters, raperos, aesthetics, autoproclamados influencers y toda una fauna de personalidades.
Palabras que antes escuché gritarse en pasillos y albergues de becas, con la clara finalidad de excluir, de apartar, de ofender, ahora eran estandartes que se portaban con orgullo, que se exhibían sin miedo a la crítica y al bullying.
Fue una experiencia realmente sanadora, en tiempos donde se repite que la juventud está perdida. Vi adolescentes más tolerantes que los más adelantados a su tiempo en mi generación, y eso es una prueba de que, entre tantos errores, algo se ha hecho bien.

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Si nos ponemos más serios, este comentario sin altas pretensiones aplica también al racismo, a la homofobia, a la xenofobia y a todos esos miedos irracionales que heredamos generación tras generación.
Da una esperanza tremenda ver que quienes nos preceden comienzan a tratarse como personas y nada más.
Somos lo que somos, y merecemos ser felices con nosotros mismos, sin que nadie se crea con el derecho de colgarnos una etiqueta con malas intenciones. Que se adapten los intolerantes, o que se queden solos en su odio irracional hacia lo que no entienden.
Baila pop coreano en público frente a la pantalla de un celular, pon tu opening de anime favorito de tono de teléfono, vuelve tu pelo la cresta más alta y colorida de todas, invéntate una moda diferente cada día o emprende aventuras con tus amigos en mazmorras imaginarias una tarde de domingo. No madures nunca, o hazlo si te apetece, pero que nadie dicte tus acciones. Sé lo que quieras ser, bajo tus propios términos.
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