Cada 17 de diciembre, Cuba se detiene ante una imagen que condensa dolor, esperanza y resistencia. San Lázaro —o Babalú Ayé— convoca una de las expresiones de fe más intensas del país, donde el sincretismo religioso deja de ser concepto para convertirse en cuerpo, sudor y promesa.

En calles, casas y santuarios, la devoción se manifiesta sin intermediarios: hombres y mujeres que caminan descalzos, arrastran el cuerpo o empujan carretillas improvisadas avanzan hacia un mismo destino, movidos por la necesidad de sanar, agradecer o resistir.

La figura del viejo llagado, acompañado de perros y sostenido por muletas, resume siglos de mezcla cultural. El santo católico y el orisha africano se funden en una sola entidad que castiga y cura, que prueba y ampara. En Cuba, esta dualidad encuentra sentido en una historia marcada por la enfermedad, la pobreza y la espera.


Por eso San Lázaro no es solo objeto de culto, sino reflejo de una espiritualidad popular que se activa en los márgenes, lejos del altar solemne, y se expresa en rituales domésticos, altares humildes y peregrinaciones colectivas.





