El imperio de los vendedores de hielo

El imperio de los vendedores de hielo
El imperio de los vendedores de hielo

Un sábado de diciembre frente al pelotón de fusilamiento de la economía nacional, mientras observo un cartel de «Se vende hielo» en la puerta de una casa, trato de recordar la primera vez que conocí dicho milagro; pero no lo logro.

Quizá fue el día que me caí y mi padre, envuelto en un trapo, me lo colocó encima del moretón. Tal vez sucedió cuando contemplé cómo mi madre, por allá por los 90 -cuando los apagones también rondaban, pero no como ahora-   descongelaba el viejo refrigerador soviético. Le ponía un ventilador frente a las puertas abiertas y yo contemplaba cómo los carámbanos se soltaban uno a uno, como un alud.

A lo mejor, cuando mis primos armaban una fiesta y buscaban un bloque y lo hacían añicos para mantener fría la cerveza del cumpleaños.

Miro el cartel, sujeto a la madera de la puerta por cuatro chinches, dibujado a plumón, y reflexiono que desde pequeño comprendí la ventaja que constituye el hielo en un país tropical. El calor es imperativo en el Caribe. Aquí el agua se evapora, como el dinero, como la verdad; no se solidifica. Los mayas no sabían qué era un durofrío; los taínos no comían potes de helado de moscatel.

Él llegó, en los barcos de los europeos, como una forma de combatir las altas temperaturas y la podredumbre que estas provocan y se quedó aquí. Nos sirvió para guarecer las carnes, para guardar los frijoles colorados de la comida de ayer para el almuerzo de mañana, para aprender a besar al colocar una piedra entre los labios.

Al no ser de aquí, siempre está en fuga, como si quisiera marcharse una y otra vez. En las postrimerías del 2025 ha alcanzado su meta. De a poco ha desaparecido. De a poco se ha convertido en un artículo de lujo para la mayoría de los cubanos.

Los cortes en el fluido eléctrico que pueden superar las 36 horas en los déficit más violentos no permiten que las neveras, los «frisis», los minibares, logren realizar su cometido. El agua, con suerte, transita de bomba a fresca; mas, hasta ahí.

Me acerco a la puerta. Alzo el puño. Estoy dubitativo si tocar o no, pero tengo curiosidad por saber a cuánto lo ofertan.

Siempre existe quien incluso a las crisis logra sacarle filo. Está quien posee la posibilidad de escaparse de la situación energética a golpe de paneles solares, conversores y ecoflows.

En la mayoría de las ciudades de Cuba -sin contar La Habana, que en ocasiones parece que pertenece a otra Cuba- están los circuitos priorizados. Por poseer en su rango un hospital o alguna institución de importancia, normalmente se les perdona la oscuridad y el agobio de los apagones. Ellos sí pueden presenciar y vivir el privilegio del hielo bebé que crece en la panza metálica de los electrodomésticos.

Este sábado, donde trato de recordar cuándo conocí el hielo, desando uno de los circuitos priorizados de Matanzas, el que sustenta el Pediátrico, y en menos de cuatro cuadras había encontrado 10 casas que ofrecían hielo. En la última de estas me detuve, y ahora mis nudillos se hallan a menos de cinco centímetros de su puerta. 

Toco. Me abre un señor a sus anchas, en chor y chancletas -pudo haber sido mi padre, pudo haber sido tu abuelo, pudo haber sido mi tía en bata de casa-  y le pregunté a cuánto lo tenía. Mientras se rasca el costillar, contesta: «50 pesos el jarro».

Me disculpo y miento diciendo que regresaré más tarde para comprar. Mientras me marcho hacia otra área de la ciudad, lejos de las zonas priorizadas, un rincón de plebeyos, calculo que ese es un negocio de menudos -50 pesos, con tanta inflación, es menudo -; sin embargo, resulta otra entrada, quizá nimia, que ayuda a las finanzas familiares y que no piden una gran materia prima, solo agua de la llave, en el caso de que esta no escasee también.

Para algunos, bendecidos por su posición geográfica, lo que constituye cotidianidad; para otros, toma la categoría de necesidad y milagro. Ese milagro evitará que la poca carne que ha logrado conseguir no se le pudra, poder prepararse un Cuba on the rocks, que la leche para el niño no se le eche a perder, pasárselo por la mejilla cuando quiera huirle al sopor, aprender a besar, escapar del subdesarrollo.

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