Foto: Raúl Navarro González
¿Qué son los derechos humanos? Para nosotros los cubanos la respuesta no se encuentra en los abstractos informes de oenegés financiadas por gobiernos extranjeros.
Es el derecho a que nuestro hijo nazca en un hospital sin que su familia tenga que empeñar el futuro; es el derecho del abuelo a una pensión que, aunque modesta, llega todos los meses; es el derecho de la joven estudiante, sin importar el color de su piel o el ingreso de sus padres, a acceder a la universidad.
Esta es la visión material y concreta de los derechos que ha construido la Revolución. Una visión que choca frontalmente con la narrativa reduccionista, politizada y a menudo hipócrita que se empaqueta desde los centros del poder global.
En Cuba existe un piso de derechos socioeconómicos garantizado constitucionalmente que es una quimera para millones en nuestra propia región y en el mismo corazón de quienes nos critican. Esto no es «verborrea», es un hecho verificable.
Mientras en otras naciones el debate es sobre la deuda estudiantil, aquí es sobre la calidad de la gratuidad educativa en todos los niveles. Mientras en el «mundo libre» se protesta contra un sistema de salud privado y excluyente, aquí la discusión se centra en cómo mejorar un servicio universal y público asfixiado por el bloqueo económico más prolongado de la historia.
La industria occidental de los «derechos humanos» opera con un manual previsible. Primero, reduce el concepto universal a un catálogo selectivo que privilegia derechos políticos individuales descontextualizados, ignorando deliberadamente derechos fundamentales como la salud, la alimentación o la educación.
Segundo, aplica este rasero de manera profundamente desigual y politizada. Se condena con furia bíblica a Cuba por limitaciones en la libertad de prensa –en medio de una guerra económica declarada–, pero se hacen vistas gordas ante las violaciones sistemáticas de aliados estratégicos o ante las fosas comunes de derechos básicos que son el neoliberalismo en América Latina.
Como han denunciado constantemente nuestros medios y analistas, este discurso no busca mejorar la vida de los cubanos. Es la continuación de la guerra contra Cuba por otros medios. Los fondos millonarios de agencias como la USAID o la NED, dirigidos a financiar una «sociedad civil» a su imagen y semejanza, no son filantropía. Es un programa subversivo para fabricar consenso, erosionar la legitimidad interna del proyecto socialista y preparar el terreno para un «cambio de régimen».
Hablan de «libertades» mientras imponen un bloqueo que es, en sí mismo, una violación masiva, cruel y genocida del derecho humano fundamental a la vida y al desarrollo de todo un pueblo.

Sin embargo, en Cuba también existe un matiz crucial y profundamente revolucionario: la insatisfacción constructiva. Reconocer los logros –y defenderlos con uñas y dientes de los ataques externos– no puede ser un cheque en blanco para la autocomplacencia. La verdadera defensa de los derechos humanos en Cuba pasa también por la crítica interna, por el debate sincero y por la lucha por materializar plenamente las potencialidades de nuestro sistema.
Garantizar un derecho no es sinónimo de su plena y óptima realización. El acceso universal a la salud es un triunfo, pero la carencia de medicamentos por el bloqueo o deficiencias organizativas locales son batallas que hay que librar cada día. La gratuidad de la educación es un pilar, pero la conexión entre la formación y las necesidades del desarrollo nacional es un debate permanente. La existencia de organizaciones de masas es una fortaleza democrática única, pero su dinamismo, capacidad de convocatoria y efectividad para canalizar la participación popular deben ser constantemente revitalizados.
Esta autocrítica no es un punto débil; es una fortaleza del socialismo participativo que estamos construyendo. Es lo que nos distingue de la farsa electoral de las democracias liberales, donde el ciudadano es un cliente que vota cada cierto tiempo para luego ser ignorado.
En Cuba, el desafío –y así lo recogen los Lineamientos del Partido y las discusiones constitucionales– es hacer que los mecanismos de participación sean más efectivos, que el pueblo no solo tenga el poder, sino que lo sienta y lo ejerza de manera tangible en la solución de los problemas de su barrio, su centro de trabajo y su país.
La batalla por los derechos humanos en Cuba se libra en dos frentes inseparables. Al exterior, es una batalla contra la manipulación, el doble rasero y la agresión. Exige desenmascarar la hipocresía de quienes hablan de libertad mientras niegan el derecho a la paz, al desarrollo y a la autodeterminación. Es una defensa militante de nuestro modelo, de nuestras conquistas y de nuestra soberanía para definir nuestro camino.
Al interior, es una batalla por la plenitud, la calidad y la participación. Es la lucha por perfeccionar lo alcanzado, por hacer realidad cotidiana todos los derechos consagrados, por construir una democracia socialista cada día más profunda, directa y efectiva.
No podemos dejarnos llevar por «cantos de sirenas» que, bajo el disfraz de preocupación por nuestros derechos, buscan hundirnos en el caos y la desposesión que sí son pan de cada día en el sistema que ellos representan. Nuestra brújula es otra: la que nos guió para erradicar el analfabetismo y la mortalidad infantil, y la que nos guía ahora para construir, entre todos, con debate sincero y esfuerzo colectivo, una sociedad donde la justicia, la dignidad y el bienestar sean, cada día más, derechos no solo escritos en papel, sino vividos en la piel de cada cubana y cubano.
Esa es la verdadera lucha por los derechos humanos.
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