Incluso hoy recordamos la fecha como recién enterados de que Fidel ha fallecido
El 25 de noviembre de 2016 falleció en La Habana a los 90 años el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, uno de los más vigentes protagonistas de la historia cubana. Hoy es ineludible, y lo seguirá siendo, dedicarle el recuerdo de aquel entonces.
No solo porque durante las siguientes jornadas, en el otoño de aquel año tan cercano y tan distante, mandatarios de múltiples banderas, artistas de todas las artes y pobladores a lo largo y ancho de la Isla le rindieron tributo de diversas maneras al ícono de la izquierda mundial.

Sino porque acontecimientos hay todos los días, pero… Un capricho de la naturaleza, un giro inesperado de contienda, un descubrimiento científico, a diario, ocurren como demasiadas otras cosas, agolpadas unas tras otras sin tiempo a procesar.
Pero no todos los acontecimientos recaen en algo tan simple como la muerte de una persona ni alcanzan la misma repercusión que en el caso de Fidel. Porque Fidel no fue cualquier persona ni su muerte, desde luego, cualquier acontecimiento.
Tampoco con todos los hechos ocurre que cada uno de nosotros recuerda exactamente qué estaba haciendo en ese momento o cuándo supo de la noticia. Cada quien lo ha vivido a su manera, a una hora y en un lugar opuesto a los de su semejante, para no olvidarse nunca.

Desde entonces no se ha vuelto a producir esa sensación, ciertamente telepática, de salir del umbral y encontrarse uno, camino de donde fuese, en un barrio y en un país enterado de lo mismo más o menos al mismo tiempo y en todas partes, como el título aquel de una película fantástica.
Para adeptos y enemigos, Fidel había sido un denominador común del que todos tenían algo que pensar, musitar o exclamar. Una foto de memoria. Algún discurso grabado en el inconsciente. Algo muy adentro de todos tenía la silueta, la voz o la presencia de Fidel, imposible de extirpar y preservarle como todo lo que marca en la vida.
Quien, como yo, saliera a hacer su gestión matutina de sábado con audífonos puestos y celular en ristre, sin haberse enterado de nada, no tardaría en advertir las miradas persuasivas del duelo nacional recién declarado. Era algo indeterminado, una realidad distinta que pensaba el aire entre las cuadras y parecía reclamar sosiego.

Por esa especie de interés, que siempre he llevado encima, de documentar mi momento histórico, el que sea que esté atravesando, subí el miércoles 30 a lo alto de una loma, frente al parque René Fraga, para fotografiar el paso de la caravana con los restos y, no menos importante, poder decir que no me quedé sin vivirlo.
Apretujado entre masas corpóreas de todas las edades, desde allí atrapé en la galería del móvil los instantes más cercanos del vehículo, con féretro a cuestas, a la esquina cimera de Guachinango. Lo tuve frente a frente. Del otro lado se amontonaban los uniformes de pioneros y los verde olivo, más el brillo del sol en sus cámaras y las aspas de un helicóptero sobrevolándonos.
En cuanto se alejó la parte indispensable del convoy, apenas unos segundos después, supe enseguida que iba a quedar mejor grabado aquello en mi cerebro que en unas fotos pobremente pixeladas. Poco a poco se diluyeron las voces y los cuerpos apretados. Ya se había dicho adiós en esa breve, ínfima, porción de Cuba.
Hoy, a falta de una década por solamente un año, seguimos recordando la caravana y al pasajero, avanzando y perdiéndose ambos ya en el otoño de un largo camino, como si todavía estuviésemos recién enterados de la noticia. De que esta noche, 25 de noviembre, ha muerto Fidel.
