¿Quién cuida al cuidador?

¿Quién cuida al cuidador?

El silencio es la primera cifra de la deuda: así podría empezar a describirse el peso de quienes cuidan a enfermos. No llevan un casco, no empuñan una llave inglesa; llevan, en cambio, la responsabilidad de sostener a alguien cuando el cuerpo parece resistirse, cuando la salud convierte la casa en un hospital y la rutina en una cadena de citas médicas, medicamentos y preocupación. 

En muchos hogares, el cuidado no es una elección explícita sino una obligación silenciosa que se hereda de generación en generación, de familia en familia, como una receta que no se quiere repetir pero que, una vez se escribe, no admite sustituciones fáciles.

El estrés que envuelve a estas personas tiene muchas caras. Hay una física: jornadas que se alargan más allá de lo laboral, turnos que se solapan con el sueño que falta, dolores de espalda y fatiga crónica que se instala como un compañero indeseado. 

Pero el estrés de cuidar va más allá de lo tangible: la ansiedad de no fallar, el miedo a lo peor, la culpa de no poder dedicar exactamente el tiempo que el enfermo necesita en cada momento. Son días de decisiones rápidas: cuánto sostener, cuándo insistir, qué decir para calmar sin frustrar, qué recursos pedir sin parecer vulnerables ante familiares o ante el propio paciente.

La vida social del cuidador se resiente o simplemente desaparece. Las salidas se vuelven eventuales y las conversaciones, a veces, se reducen a avisos o peticiones, a mensajes que buscan mantener la conexión con un mundo que parece no incluirlos. 

Las redes de apoyo, cuando existen, funcionan a modo de rescate intermitente: la vecina que aparece con una comida, el familiar que toma un turno nocturno para que el cuidador pueda dormir, la amiga que recuerda que también hay mente y cuerpo que necesitan atención. Pero la realidad es que pueden sentirse, a ratos, insuficientes ante el peso que acumula cada día.

Aunque el Programa Nacional Integral de Atención al Adulto Mayor realiza acciones en este sentido, no resultan suficientes.

La carga emocional es, quizá, la más persistente. Ver a alguien a quien se ama luchar contra una enfermedad genera una tensión que no se descarga fácilmente. El cuidador aprende a modular su voz, a traducir el temor en palabras que no asusten al otro, a convertir la lucha de lo privado en una especie de performance cotidiana: mantener la serenidad para no amplificar el miedo. En este escenario, la autoexigencia puede transformarse en autocrítica: “¿será suficiente lo que hago?” 

En el ámbito social y laboral tampoco es más sencillo. En Cuba el decreto ley 121 de 2025, “Sobre el servicio de cuidados para familias de hijos en situación de discapacidad severa”, establece como una relación laboral legítima el trabajo de madres, padres, abuelos o tutores a cargo de menores, “siempre que la discapacidad impida su integración al sistema educativo o laboral, y demande supervisión constante”. 

Aún quedan sin amparo otras formas de cuidado, ancianos, personas con enfermedades degenerativas o terminales, de las que igualmente se desprenden vulnerabilidades económicas. Es importante llamarnos a reflexión: si la sociedad comprende que el cuidado es una tarea compartida, si las instituciones se comprometen a sostener a quienes sostienen, entonces quizá el silencio dejará de ser la primera cifra de la deuda y se abrirá paso una respuesta más humana y más justa.

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Sobre el autor: Giselle Bello Muñoz

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