
Nuestro país necesita generar más 3 600 MW para sostener su vida diaria. No obstante, no es secreto para ningún cubano que la demanda supera con creces la oferta, y el resultado se traduce en apagones que alteran todas nuestras rutinas.
Cocinar, lavar, alumbrar una casa o mantener una nevera encendida son esencialmente lujos sujetos a las capacidades del sistema eléctrico. Ante esa fractura, muchos han encontrado en el sol un aliado poderoso. Pese a ello, no todos pueden alcanzarlo.

Mientras algunas familias instalan paneles solares, improvisan sistemas o reparan baterías, otras dependen de un servicio eléctrico que llega a cuentagotas. Así, las energías renovables han dejado de ser un discurso de futuro para convertirse en una realidad palpable, tanto para buena parte de la población como para el país que trata de avanzar hacia un cambio de matriz energética.
Pero las tecnologías que sostienen ese salvavidas no se producen en Cuba. Todo llega importado, pagado en dólares, con un costo adicional entre trámites y transporte. En la práctica, un kit solar básico es incosteable para la mayoría de los hogares, y por tanto, existe una brecha en el acceso, determinada muchas veces por ingresos en divisas o familiares emigrados, quienes logran acercar esa tecnología a quienes habitan en la Isla.

Esas problemáticas económicas marcan una frontera entre dos realidades, y en medio de ese panorama, el sol brilla como promesa. Para unos pocos significa autonomía y un respiro en medio de la crisis; para la mayoría, sigue siendo solo un destello caliente, lejano e inalcanzable.






