
La mala manía de justificar la violencia
En las últimas jornadas, una noticia se ha vuelto viral: la agresión de Eriel Sánchez, director del equipo espirituano, al comisario técnico Miguel Rojas, durante un desafío beisbolero entre La Isla y Sancti Spíritus.
Desde que aconteció el suceso, abrías Facebook y como en botica encontrabas de todo: quienes repudiaban el acto y quienes —quizás hasta en mayor cuantía— recomendaban conocer con exactitud la causa de la discordia antes de emitir juicio. Pero, ¿acaso tiene justificación que un director de equipo —quien debe velar por la disciplina de sus peloteros— golpee a otra persona, cargos aparte?
Con disímiles caras y aristas, el fenómeno de la violencia, en los últimos años, da indicios de ir in crescendo en el mundo. Ya cada vez sorprenden menos los tiroteos en las escuelas norteamericanas, los autos bomba que explotan en alguna que otra ciudad, los jóvenes apuñalados en una fiesta que se transformó en riña, o la noticia sobre cierta fémina masacrada por su expareja.

Pero más llamativo aún que la ola de eventos violentos que cada día llenan titulares en los medios de prensa, o en redes sociales, donde el amarillismo pulula, constituye el constante intento de justificar lo injustificable, de normalizar el maltrato, la agresión física y hasta el dolor. Reitero, ¿acaso son correctas las agresiones entre colegas de béisbol? ¿O los golpes fuertes en el rostro a la muchacha que hasta algunos acompañan con el “algo habrá hecho ella para que él se volviera así de loco”?
La violencia es ese uso de la fuerza intencional o el abuso de poder para dominar a alguien o imponer algo; es rebajar o descalificar la idea o postura del otro; minimizar al prójimo a través de actos y gestos; no es solo golpear, también es humillar.
Hace unos días, durante un intercambio sobre maltrato infantil, una pediatra me alertaba acerca de lo común del fenómeno en la sociedad cubana, que va desde los niños que tienen por “psicólogos” al cinto y la chancleta, hasta aquellos a los que les gritan constantemente y les repiten que son brutos y no sirven para nada.

“De esos casos vemos miles”, me repetía, mientras en su reflexión el mensaje estaba muy claro: la violencia pasa delante de nuestros ojos, y no hacemos nada para cambiar esa realidad, incluso, la percibimos como parte de la cotidianidad, de lo correctamente acertado y aceptado.
Resulta entonces imprescindible revisarnos por dentro, analizar nuestro actuar desde la ética y la moral, y de ser necesario modificar nuestros patrones de conducta, si con ellos violentamos los derechos del otro.
Pero lo más importante: resulta imprescindible dejar de quedarnos inertes ante lo mal hecho, entender que ningún golpe será merecido, y que la violencia, como versa el viejo refrán, “solo engendra violencia”.