Hilda, la maestra que conoció a Camilo

Hilda, la maestra que conoció a Camilo

De provincia en provincia, de poblado en poblado, la villaclareña Hilda Nervis Hernández Alonso ha escrito la historia de su vida, donde sobresalen años de docencia en escuelas rurales; la valentía y amor con que asumió la educación de leprosos, tan rechazados en aquellos tiempos; y la admiración por Camilo, el héroe con el que tuvo el placer de compartir espacios y palabras.

Natural del central 10 de Octubre, antes Santa Rosa, los azares trajeron a la ranchuelera hasta la Atenas de Cuba, aunque en su trayectoria salten otras paradas más trascendentes como Santa Clara, Yaguajay o la misma Buena Vista, donde dejó una huella imborrable. 

“Desde niña me gustó mucho el magisterio, algo que llevaba en la sangre ya que por parte de padre tenía primas maestras. Hice la Normal, que para entrar exigía aprobar un exámen, y a la vez el tercer año de bachillerato. En aquellos tiempos no todo el mundo podía estudiar, y mis orígenes eran bastante humildes, puesto que mi padre se desempeñaba como carpintero ebanista en el central y mi mamá, que no tuvo acceso a la educación, era analfabeta. Aún así, estudié”.

A mitad de la escalada de una de las empinadas lomas del matancero reparto Iglesias se ubica la casa de Hilda, la maestra que a sus 88 años asegura que si le insisten un poquito vuelve a las aulas, con esa sonrisa pícara desbordante de emociones que confirma lo que tanto le apasiona.

“Cuando me gradué me propusieron un aula en Santa Clara por mis resultados como estudiante, pero pedí una rural. Me gustaba la relación con los muchachos del campo, el poder conocer más a fondo a los niños y ayudarles con sus problemas, el respeto tan grande que sentían los campesinos por los maestros. Trabajé en 12 escuelas rurales donde amontoné recuerdos lindos; pero sin dudas me marcó Yaguajay”.

“De la sierra hacia el llano avanzan dos gloriosas columnas invasoras / El comandante Cienfuegos, el comandante Guevara”. Los versos brotan de la memoria, desinhibidos, como el día en que nacieron de la imaginación de la hermana jimagua, la que ya no está en cuerpo, pero vive en el recuerdo de Hilda y en su homenaje eterno. Ambas compartían la fascinación por Camilo, el héroe del sombrero alón, y a quien la maestra conocería en el campamento de Juan Francisco, en tierras espirituanas.

“¿Camilo? ¡Una persona maravillosa y muy jaranero! Visitaba la zona donde yo paraba y estuve por dos cursos, que era de vaqueros y agricultores, entre Meneses y Jarahueca. Él no quería que las maestras lo viéramos, porque decía que no hablaba tan bien y cuidaba su lenguaje. Pero nosotras nos parábamos en puntillas y mirábamos por los huequitos en la pared o las escasas aberturas en las ventanas.

“Recuerdo cuando hicimos un danzón cerquita del campamento y reunimos 150 pesos para dárselos para la causa revolucionaria. En aquella fiesta no pude bailar, porque tenía que estar pendiente de si había algún encuentro entre los del Ejército Rebelde y los de Batista. También recuerdo las elecciones del 3 de noviembre en las que no voté, sabiendo que podría significar problemas, porque apoyaba a los del Movimiento 26 de Julio, aunque no era miembro.

“Donde me quedaba, para poder dar clases en la escuela rural La Canaria, había tres jóvenes que eran del 26 y, cuando Camilo pasaba por la tarde, Cuca, la dueña de la casa, le daba agua y comida a la columna. Nosotros sabíamos cuando se acercaban, por el sonido de la marcha, los pasos inconfundibles dentro de la maleza del monte. Me hubiese gustado participar en las emboscadas que hacían los rebeldes, colaborar con ellos, pero nunca me dejaron, por ser civil. Ellos cuidaban mucho a las maestras. En aquel entonces yo tenía 20 años”.

Sin embargo, Hilda no necesito tener un rifle en sus manos o dinamita para mostrar entereza y valor. Su arrojo y calidad humana quedaron expuestas cuando, luego de matricular masivamente a una comunidad, descubrió que en su mayoría eran leprosos y, a pesar de las críticas y alertas del peligro de contagio, asumió su rol de docente sin peros, instruyendo, incluso, a personas de avanzada edad. 

“La escuela quedaba en un barrio de leprosos, un lugar al que le decían Batey Colorado, de Meneses para dentro. El local estaba improvisado, con asientos hechos por los propios habitantes de allí. Era febrero de 1958, momento en que la lepra resultaba terrorífica. Había personas sin dedos, sin pies, que apenas podían caminar, pero que querían aprender, y yo tenía esa ansia de enseñar, de poder ayudar de alguna manera. En la mañana le daba clases a los más jóvenes y, en la tardecita, a los mayores, que no sabían ni leer ni escribir”.

La educadora no estuvo en la trascendental batalla de Yaguajay porque, cuando ya se presagiaba el combate, Camilo ordenó que sacaran a las maestras del área y las pusieran a buen resguardo. Así llegó a Zulueta, donde continuó su labor como docente, luego a Remedios, los centrales de Buena Vista, Manicaragua… La campaña de alfabetización la hizo en Guamajal, Santa Clara, con 16 brigadistas. Nunca importó el lugar, las condiciones del aula, ni si se tratase de leprosos o carboneros, la devoción y entrega de Hilda siempre fue la misma.

Hoy, a sus 88 años, sus proyectos y sueños no cesan. Dice que por ahí da vueltas de mano en mano el folleto La América Grande, donde escribió sobre Ecuador, nación que visitó, así como de otras regiones de Latinoamérica; y algún que otro poema a los que, de vez en cuando, da vida su imaginación. Sigue sonriendo, a pesar de los golpes de la vida, de la pérdida de seres queridos, de la nostalgia por las aulas. Y a todo el que se encuentra, además de su orgullo por tantos años como educadora, le confiesa con sus ojos brillosos y emoción en el rostro: “Yo conocí a Camilo”.

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