Cuando el «Policía del Mundo» no mira hacia sus propias cárceles

A Contragolpe: Cuando el "Policía del Mundo" no mira hacia sus propias cárceles

La próxima vez que un alto funcionario estadounidense alce la voz para sermonear al mundo sobre derechos humanos, democracia o represión, sería prudente que echara un vistazo a las cárceles de su propio patio trasero. Estados Unidos, ese gigante que se erige como paladín de las libertades y gendarme global, carga sobre sus espaldas una contradicción tan monumental como sus rascacielos: es la nación con la tasa de encarcelamiento más alta del planeta, un sistema judicial fracturado por el racismo sistémico, y un negocio carcelario que huele a esclavitud moderna.

Como bien apuntó el sociólogo W.E.B. Du Bois hace más de un siglo: «El abismo entre los principios sobre los que se fundó este gobierno… y los que se ponen en práctica a diario al amparo de la bandera es muy amplio y profundo». Hoy, ese abismo tiene nombre y cifras.

Imaginemos un país donde uno de cada 40 adultos está bajo supervisión judicial (libertad condicional, prisión preventiva o condenado). Un país que alberga al 20% de los reclusos del planeta entero – alrededor de unos 2.3 millones de personas – a pesar de tener solo el 4% de la población mundial. Es como si una pequeña ciudad del tamaño de Houston estuviera tras las rejas.

Por si fuera poco, gasta la friolera de 80 mil millones de dólares anuales solo en mantener sus instalaciones penitenciarias. Dinero que bien podría irrigar escuelas o hospitales.

Este sistema condena a sus ciudadanos más pobres. Estadísticas federales reconocen que el 57% de los hombres y el 72% de las mujeres encarcelados ya vivían en la pobreza antes de ser arrestados, en un país donde la tasa nacional de pobreza supera el 10%.

Estados Unidos no es una distopía futurista. Es la realidad actual documentada por instituciones como la Oficina de Estadísticas de Justicia (BJS) y el Pew Research Center.

Pero, ¿cuál es el delito que justifica semejante maquinaria? Mayormente no-violencia, ya que casi la mitad de los presos están ahí por delitos relacionados con drogas. Un cuarto de millón languidece en prisión preventiva simplemente porque no pudo pagar la fianza. Otros, por «delitos» de pobreza: dormir en un banco público, mendigar, o violar ordenanzas municipales diseñadas para criminalizar la falta de hogar, lo que afecta a más de 552 000 personas.

No obstante, si el sistema es brutal con los pobres, es letal con los no blancos. Las estadísticas cantan una canción de injusticia ancestral, y exponen que los afroamericanos representan el 12% de la población, pero son el 33% de la población carcelaria estatal y federal; mientras que los blancos son el 64% de la población adulta, pero solo el 30% de los encarcelados.

En estados como Florida, Georgia, Texas o Alabama, donde la pena capital se aplica con celo casi religioso, los errores judiciales que envían inocentes -desproporcionadamente negros- al corredor de la muerte son escandalosos. Desde 1973, casi 90 personas fueron sacadas de la muerte en el último minuto al demostrarse su inocencia. Otros no tuvieron tanta suerte. Desde 1976, 1 534 personas han sido ejecutadas.

El racismo institucional no es una teoría; es un algoritmo perverso que opera desde el primer contacto con la policía, pasando por las detenciones preventivas, los cargos desproporcionados, las condenas más largas y la casi imposibilidad de obtener libertad condicional. Como sentenció Ramsey Clark, ex Fiscal General de EE.UU. entre 1967 y 1969: «Los presos políticos no tienen reconocimiento legal, son tratados como enemigos del Estado… El objetivo es que sirvan de ejemplo». Y esos «ejemplos» suelen tener piel oscura.

El ideal de un juicio justo con jurado es, para la mayoría, un espejismo. El sistema funciona con la eficiencia despiadada de una línea de ensamblaje, y para muestra, los siguientes ejemplos:

El Plea Bargain o Acuerdo de Culpabilidad, con el que se “resuelven” el 97% de los casos penales federales. Es una extorsión legalizada: el fiscal ofrece una pena reducida si el acusado renuncia a su derecho a un juicio. ¿El riesgo de ir a juicio? Condenas draconianas. Abogados defensores -sobre todo los designados de oficio, saturados de casos- suelen aconsejar aceptar, aunque seas inocente. Como dijo Paul Craig Roberts, ex subsecretario del Tesoro bajo la Administración de Ronald Reagan, «lo que nos ciega el énfasis en el racismo es que el sistema de justicia es corrupto porque la justicia no juega un papel en él».

A Contragolpe: Cuando el "Policía del Mundo" no mira hacia sus propias cárceles

Hay malas prácticas sistémicas, como falsificación de pruebas por la policía, fiscales que ocultan evidencias exculpatorias o sobornan testigos para que mientan, jueces que hacen la vista gorda. La impunidad para estos actores es casi total. La «ley» protege a quienes la violan rutinariamente.

Por otro lado, el gobierno rechaza el término de “presos políticos” -¿les suena?-, pero figuras como Leonard Peltier, ex líder del American Indian Movement, lleva 47 años preso tras un juicio amañado con pruebas ocultadas por el FBI y testimonios forzados. Mumia Abu-Jamal, ex Pantera Negra y periodista, tiene décadas en el corredor de la muerte tras un proceso viciado donde un juez fue escuchado diciendo: «Voy a ayudarlos a ejecutar al negro».

Sundiata Acoli, quien fuera liberado tras 49 años, o Ed Poindexter y Mondo We Langa, este último murió tras aproximadamente 45 años, son testimonios vivos de cómo el sistema criminaliza la disidencia, especialmente la negra, indígena o de izquierda. La Ley Patriota, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, solo agravó esta tendencia, apuntando ahora también a musulmanes.

Si el sistema judicial está podrido, el régimen carcelario es su sótano húmedo y explotador. Aquí la hipocresía alcanza cotas surrealistas, ya que las prisiones privadas son un negocio que necesita «materia prima»: más presos. Corporaciones cotizan en bolsa mientras sus ganancias dependen de mantener las celdas llenas.

Casi 800 000 reclusos trabajan. Gracias a una laguna en la 13ª Enmienda que abolió la esclavitud «excepto como castigo por un delito», los estados los alquilan a empresas. El trabajo penitenciario genera más de 2 000 millones de dólares anuales solo en industrias estatales.

Empresas gigantes como McDonald’s, Walmart, Cargill, Tyson Foods, Burger King, Sam’s Club, Target o Whole Foods se benefician de cadenas de suministro manchadas por este trabajo casi gratuito. La ACLU lo denomina sin tapujos: «forma contemporánea de esclavitud», en un informe de las Naciones Unidas en septiembre de 2023.

Para exponer una muestra el caso del complejo «Angola» en el estado de Louisiana es emblemático. Ocupa 18 000 acres -¡más que Manhattan!-, tiene su propio código postal, y el 65% de sus 3 800 presos son negros. Trabajan en campos con azadones, recogiendo cultivos a mano, a veces gratis, a veces por centavos. Es una antigua plantación, propiedad de un traficante de esclavos. La ironía histórica es cruel.

Este sistema no solo es injusto; es inútil y destructivo, ya que no rehabilita. El 68% de los liberados es arrestado de nuevo en tres años; el 83% en nueve años. Los programas educativos y de reinserción son escasos o inexistentes, como en Florida, el tercer sistema penitenciario más grande.

Existe hacinamiento, violencia endémica, atención médica deficiente, uso cruel del aislamiento. La población carcelaria envejece -se ha triplicado en 20 años- y miles mueren tras las rejas en condiciones deplorables. Más de 113 millones de estadounidenses han tenido un familiar cercano encarcelado. El costo social es una bomba de tiempo: ciclos intergeneracionales de pobreza, desintegración familiar y marginación.

Mientras EE.UU. señala con el dedo acusador a medio mundo, un informe de expertos de la ONU del año 2023 condena el «racismo sistémico» en su justicia y fuerzas de policía, y describe condiciones carcelarias «espantosas». Ya en 2014, la ONU alertaba sobre la «desproporción» de jóvenes afroamericanos muertos por policías o en prisión.

El tejado de vidrio norteamericano no es una grieta; es un derrumbe estructural. Hablar de represión o abusos carcelarios en otros países, como nos señalan constantemente a los cubanos, mientras se mantiene un sistema que encarcela masivamente por pobreza y color de piel, que lucra con el trabajo casi esclavo de sus reclusos, que tolera la corrupción judicial y que niega la existencia de sus propios presos políticos, no es solo hipocresía. Es cinismo en estado puro.

El «Policía del Mundo» debería empezar por limpiar su propia comisaría. Mientras no lo haga, su sermón democrático sonará cada vez más hueco, un eco lejano que se pierde entre los muros de hormigón de sus 3 000 cárceles y el crujir de las cadenas –modernas, invisibles, pero cadenas al fin– de los millones condenados por el delito de ser pobres, negros, o simplemente, disidentes.

El abismo del que hablaba Du Bois no solo sigue ahí: se ha vuelto insondable. Y desde su fondo, millones de voces claman por una justicia que ese gobierno, fundado en altos principios, les niega cada día.


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Sobre el autor: Gabriel Torres Rodríguez

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