
Desde que en octubre de 2023 el grupo insurgente palestino Hamás atacó zonas colonizadas por Israel, el gobierno de Benjamín Netanyahu despliega la más implacable operación militar llevada a cabo por Tel Aviv contra Palestina en lo que va de siglo.
Como resultado del conflicto actual, se contabilizan más de 50 mil decesos entre la población civil. Ciudades como Rafah, en Gaza, quedaron reducidas a ruinas; más del 90% de la infraestructura en los territorios palestinos fue devastada, los sistemas de salud y saneamiento están colapsados y miles de niños resultaron heridos o asesinados por la ofensiva israelí.
Las advertencias y denuncias de Naciones Unidas sobre la situación; las desgarradoras imágenes de madres cargando el cuerpo inerte de sus hijos que llegan desde Gaza; las «colas del hambre» tras los convoyes de ayuda; o las acusaciones de genocidio y las órdenes de arresto de la Corte Internacional de Justicia contra el primer ministro y el exministro de Defensa de Israel no han logrado que las principales potencias fuercen el fin del conflicto y de los crímenes de lesa humanidad cometidos.
Aunque entre mayo y junio pasados —empujados por la presión de la opinión pública— distintos gobiernos se posicionaron en contra del conflicto armado, y condenaron las atrocidades cometidas por las fuerzas militares el peso económico y geopolítico que tiene Tel Aviv para Occidente, unido a la breve escalada con Irán, determinó que la oposición de estos no desembocara en acciones efectivas. El necesario embargo armamentístico, comercial y financiero que debe imponerse sobre Israel, a fin de cortar la estructura que sostiene este genocidio, difícilmente llegará.
Nunca los perpetradores de estos crímenes han actuado solos. La limpieza étnica que el gobierno de Netanyahu impulsa en Palestina, y la colonización gradual de los territorios en los que sobrevive hacinada la población árabe, suceden gracias a la complicidad histórica de Occidente.
Y es que, desde su constitución como Estado en 1948 en territorio palestino bajo mandato colonial británico, Israel ha jugado un rol central como socio geopolítico de las potencias imperialistas.
En esto fue determinante la transición energética que comenzó a operarse en el mundo tras la Segunda Guerra Mundial. La creciente importancia del petróleo, en detrimento del carbón, posicionó al Medio Oriente —por la alta concentración de yacimientos petrolíferos en el Golfo Pérsico— en el centro de las aspiraciones imperialistas.
La explotación, refinamiento y comercialización del crudo en el área fueron controlados en esos años por unas pocas empresas estadounidenses y europeas, cuyos intereses regionales fueron protegidos por gobiernos monárquicos y autocráticos.

La estabilidad de esta estructura de dominación, sin embargo, se vio amenazada durante las décadas del cincuenta y sesenta por la emergencia de gobiernos nacionalistas en países como Irán y Egipto, así como por los levantamientos anticoloniales y el ascenso del movimiento panárabe. Contra estas amenazas actuaría Israel, que con la victoria en 1967 y la ocupación de la Franja de Gaza, Cisjordania, los Altos del Golán y la península del Sinaí logró mantener inalterada la dominación imperialista.
Así, los intereses expansionistas de la ideología sionista israelí se entrecruzan con los europeos y, sobre todo, con los de los Estados Unidos, cuyo poder militar y económico, para entonces, lo habían consolidado como la principal potencia del orbe. Israel, por la importancia económica del petróleo, se convierte desde esa época en uno de los principales aliados de Estados Unidos.
Esta alianza histórica ha sido fundamental para transformar a Tel Aviv en una potencia militar. La economía de este país, hasta los noventa, estuvo notablemente afectada por el boicot que distintas naciones de Oriente Medio desarrollaban en su contra.
Estados Unidos, a través de iniciativas como las Zonas Industriales Cualificadas (QIZ, por sus siglas en inglés) y tratados de libre comercio impulsados con naciones árabes, impulsó en los noventa la integración comercial de Israel y Medio Oriente, lo que garantizó tanto el fortalecimiento económico de su socio, como la integración comercial de toda el área con Norteamérica.
Debe destacarse, a su vez, que para la normalización de las relaciones era crucial el fin de la confrontación con Palestina y el reconocimiento de este como Estado por Israel. Esto, sucedería con los Acuerdos de Oslo (1993), que, aunque se presentan como un tratado de paz entre ambos países, representaron un nuevo paso para asegurar el proyecto colonizador del Estado sionista.
Tras los acuerdos, los palestinos fueron forzados a vivir en los territorios de la Franja de Gaza y Cisjordania, reconociéndose el territorio colonizado como parte del Estado de Israel. Asimismo, la población palestina quedó relegada a un estatus que, en la práctica, limita su soberanía y su posibilidad de erigirse como Estado nacional, dada la dependencia de ayuda económica y financiera externa.
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Los Acuerdos de Oslo y las conversaciones posteriores, mediadas frecuentemente por los Estados Unidos, dieron paso, además, a la militarización de las fronteras palestinas, a restricciones de circulación y a la construcción de un muro fronterizo que condena a los palestinos a un estado de sitio similar al de las reservas del apartheid sudafricano.
Aunque el fin del conflicto y este genocidio llegaran, la situación colonial a la que el pueblo palestino está sometido no cesará. La economía israelí se basa en buena medida en la colonización por asentamiento. La explotación de los recursos naturales en territorios usurpados y ocupados ilegalmente es vital para ella.
Devolver la soberanía sobre estos recursos al pueblo palestino resulta, por tanto, difícil; más aún cuando dicha desposesión garantiza el estatus colonial y la subordinación de Palestina.
En esta «economía de colonización» —que ahora sostiene un genocidio— participan, además, otros actores cómplices del sionismo: las grandes corporaciones. Múltiples empresas a nivel global, a pesar de las advertencias de distintos organismos de Naciones Unidas, participan activamente desde hace décadas en el lucrativo negocio de la colonización de Palestina.
Fabricantes de armas, grandes firmas tecnológicas —como Alphabet (Google), Palantir, Amazon y Microsoft—, fondos de inversión, entidades bancarias y compañías petroleras han generado miles de millones de dólares en sus negocios con Israel, estando vinculados estos con la colonización y en muchos casos, con la limpieza étnica. Varios reportes y un informe elaborado por una relatora de Naciones Unidas —recientemente sancionada por Estados Unidos en respuesta al mismo—, así lo demuestran.
Todo esto revela la hipocresía de la retórica ética y moralista de Occidente que, al tiempo que condena con el sambenito de «terroristas» y «violadores de los derechos humanos» a unos, ha sostenido históricamente a regímenes abiertamente genocidas como el nazismo y el apartheid sudafricano, como ahora ocurre con el sionismo israelí.
Por ahora, la única solución posible, considerando las dinámicas de ceses del fuego anteriores, pasaría por la normalización de relaciones entre Israel y Arabia Saudita —otro aliado de Estados Unidos—. Como se ha mencionado antes, en otros procesos de acercamiento entre Israel y naciones árabes el problema palestino fue parte de las negociaciones.
Como antes sucedió con países como Jordania y Egipto, la monarquía saudí podría demandar el reconocimiento de un gobierno palestino y, desde luego, el cese de la ofensiva sionista. Ya en conversaciones sostenidas durante la primera administración de Donald Trump y el gobierno de Joe Biden el tema palestino surgió como un obstáculo para el acercamiento. Entre la opinión pública saudí, ante el genocidio actual cometido por Israel, ha crecido el rechazo a un acuerdo que excluya algunas condiciones en relación a Palestina.
No obstante, incluso si esta normalización contribuyera al fin del presente conflicto, no representaría en ninguna medida una solución definitiva. Como se ha expuesto anteriormente, Israel mantiene una política de colonización y usurpación histórica sobre Palestina, y la línea sionista que se presenta como autodefensa contra «terrorismo antisemita» sirve a Netanyahu para movilizar el apoyo popular y desviar la atención de las acusaciones y causas abiertas por corrupción y otros cargos que podrían empañar su imagen.
En tanto no se ataque el núcleo que sustenta la ocupación israelí, en tanto Occidente no abandone su papel de patrocinador de la desposesión del pueblo palestino, cualquier tregua será un breve interludio en la larga historia de colonización, y Palestina seguirá siendo una herida abierta en el mundo.
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