Las que despiertan a las musas

Las que despiertan a las musas

Durante más de un siglo, ellas estuvieron allí. Calladas, quietas, suspendidas en el techo del teatro, contemplando en silencio cada función, cada aplauso, cada telón que caía con el peso de la emoción. Las musas del Sauto —esas figuras que coronan el salón principal con una gracia casi celestial— comenzaron a agrietarse con el tiempo. El yeso crujía como si el tiempo mismo empezara a abrirles grietas en la memoria.

Pero un día, Anabel del Río Viamonte y Lizbett Caballero Hernández, restauradoras, subieron con la misión silenciosa de devolverle el aliento al arte que vive en el techo. Allí, donde muchos alzan la vista y ven belleza, ellas ven también fracturas, ausencias, vacíos que deben ser curados con precisión y respeto.

“Presentaba un agrietamiento del soporte de yeso, un daño estructural de gran magnitud”, explican con serenidad. Saben que rescatar una pintura mural no es solo un acto técnico: es un deber con la memoria, una forma de resistir al olvido.

La restauración es meticulosa: limpieza del interior de las grietas, consolidación con productos reversibles, protección de la capa pictórica con papel japonés, reintegración volumétrica y, finalmente, el regreso del color. Cada gesto es un diálogo entre el presente y el pasado, entre la ciencia y el alma.

Las musas, que durante meses parecieron dormidas, van despertando con cada trazo, con cada pigmento recuperado. Y aunque el público que entre al teatro cuando vuelva a abrir sus puertas quizás no sepa sus nombres ni escuche su historia, algo en el aire dirá que hubo dos mujeres que subieron hasta el cielo del Sauto para que Matanzas no perdiera una de sus joyas.

Mientras sus pinceles sigan devolviendo la vida a las musas, sabremos que aún hay quien resiste, quien cuida, quien no se rinde.

Porque el arte, cuando se cuida así, se vuelve eterno.


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Sobre el autor: Raul Navarro González

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