
La muerte
Era la tarde del martes 20 de junio de 1905 y quizás por aquello de honrar a quien se lo merecía o tal vez para compensar la oscuridad que su deceso había causado, la naturaleza se mostraba espléndida para alumbrar con su luz el paso del cortejo fúnebre que llevaba los restos de Máximo Gómez:
”Ahí van, a la vanguardia, un pelotón de policía con el arma a la funerala, al paso igual y lento de las cabalgaduras, va despejando el fúnebre trayecto que invade la ola humana. El Jefe de la Artillería pasa, lleva el dolor grabado en el semblante y un crespón en el pomo de la espada. Después cruza la artillería precedida por las fúnebres notas de su banda; la bandera, como ala herida, se pliega inerme. La Guardia Rural, de infantería y caballería, marcha al son de los fúnebres tambores, son los bravos soldados, que acompañan por última vez al jefe bien amado. La Policía de La Habana marcha después con su banda; sobre la nota azul del uniforme luce el crespón doliente. Después… como el vuelo de un rezo sin palabras cruza los corazones ¡Ahí va! Ocho mulas soberbias arrastran la cureña donde descansa el féretro suntuoso, a cuyos lados cuelga plegándose inermes, como inmensas aves heridas, la bandera cubana y la de Santo Domingo. Junto al armón, dando guardia de honor, guardia de generales, marchan los veteranos de las guerras de independencia, los fieles compañeros que no han querido abandonarlo nunca, que mantienen su culto inalterable. Sobre el féretro duélese la espada huérfana. El eco del cañón de La Cabaña ruge un miserere formidable; la melancolía deshoja todas sus pálidas rosas, una gran congoja oprime las gargantas, y a través de la niebla de las lágrimas la muchedumbre absorta cree ver erguirse al héroe soberbio en la visión de cien combates”
Con particular sobrecogimiento y dolor describía así Federico Urbach, el último recorrido del general Gómez camino a la loza que le daría cristiana sepultura en el Cementerio de Colón. Su precario estado de salud, se había convertido en motivo de preocupación generalizada en una buena parte de la población y las más importantes personalidades políticas del país. Tal inquietud no resultaba casual; en su persona se centraba la imagen de más de treinta años de lucha del pueblo cubano contra el régimen de dominación colonial español, también la del hombre que, renunciando a toda ambición política y con suficiente trayectoria y prestigio para aspirar al más elevado cargo, se había mantenido de manera muy activa en las labores de organización del primer gobierno nacional.
Poco tiempo antes de acontecer su deceso, había ocurrido el de otro general: José Lacret Morlot, el 24 de diciembre de 1904, suceso igualmente reflejado en la prensa. Entre los editoriales, resultan llamativas, sin dudas, algunas de las palabras expresadas por el periodista José M.Carbonell: «Van cayendo, uno tras otro, en procesión vertiginosa, las principales columnas de la patria en días tan tristes de labor y angustias, columnas que respetó la guerra e hizo troncos inútiles a paz». Cabría preguntarse, si también consideraba este periodista al Generalísimo como un tronco inútil.

No hemos encontrado ninguna referencia de este periodista respecto a la muerte de Máximo Gómez; sin embargo, tal interrogante nos permite hacer unas breves reflexiones acerca del papel desempeñado por este durante los últimos años de su vida, a quien desde luego, nunca le cupo el calificativo de inútil.
No resultaron obstáculos su avanzada edad, para verle ajetrear de nuevo en función del pueblo cubano. Así se vinculó a los preparativos para el establecimiento de un gobierno, por primera vez nacional. De importancia trascendental fueron sus recomendaciones respecto a la unidad que debía predominar entre todos los cubanos, como forma única de garantizar un poder que respondiera, ante todo, a sí mismos, más allá de cualquier tendencia o filiación partidista. Mientras más personas estuviesen implicadas en esos trajines, más posibilidades tendrían de enfrentar a un adversario tan fuerte como Estados Unidos. Pero, por supuesto, ello implicaba en algunos momentos olvidar viejas rencillas y, en otros, renunciar a cualquier ambición personal: «(..) Si no perdonamos, y olvidamos, y sumamos y sabemos esperar, iremos al desencanto y a la muerte de nuestro ideal sagrado».
Gómez apoyó la candidatura de Tomás Estrada Palma a la Presidencia, pero cuando los turbios manejos del gobierno comenzaron a causar preocupación entre los liberales y se avizoraban aires de agitación en la Isla, que podían acarrear graves consecuencias a la integridad de la República y facilitar una nueva intervención norteamericana, no vaciló en ofrecer su persona como elemento mediador. Su arraigado prestigio y ascendencia política, fue factor decisivo en evitar males mayores. En el mes de abril de 1905, cuando, en entrevista sostenida con Estrada Palma, consiguió hacer entrar en razones al aparato gubernativo, y abrir posibilidades de aspiración a la Presidencia por parte de los liberales, quienes llevaban como candidatura a José Miguel Gómez y Alfredo Zayas.
Paralelamente al quehacer político, intentaba el viejo General salvar su vida privada, algo difícil en su caso particular dados sus numerosos compromisos y trascendencia. La guerra le había arrancado a uno de sus hijos predilectos: Panchito Gómez Toro, cuatro murieron a causa de la precariedad y la miseria que la familia debió afrontar fuera de Cuba a varios de ellos no les pudo ver crecer y espigarse haciéndose hombres y mujeres. Por eso, lograda la paz, resultaba prioridad para él compartir el mayor tiempo posible con su familia.
El 25 de abril, partía desde la estación de ferrocarriles de La Habana en dirección a la parte oriental, donde vivía uno de sus hijos, para allí descansar una temporada. La despedida en la terminal fue un acontecimiento en la ciudad, todos querían acudir para despedir al caudillo: «En la estación de ferrocarril no se podía dar un paso. El vieja caudillo, sonriente y comunicativo, dio estrechones de manos, vertió frases, comunicó alientos y prometió estar de vuelta para el 20 de mayo». A partir de aquel momento, a cada estación de tránsito que llegaba Gómez el pueblo lo vitoreaba, agolpado en los alrededores, esperando ver la legendaria figura del hombre de tantos combates y audacia desmedida, los viejos compañeros de armas iban a recibirlo y lo escoltaban respetuosamente hasta la nueva partida.
Resultaba innegable la huella que había dejado a lo largo de toda la Isla aquel hombre, que tuvo en sus manos, en más de una ocasión, el destino de Cuba mientras comandaba las huestes del Ejército Libertador. Junto a la recia disciplina que imponía a la tropa, daba muestras de la más genuina austeridad. Sin embargo, no faltaron aquellos que, movidos sabe quién por qué sentimientos -¿odio o envidia?- no aceptaban toda la dimensión de lo que él en sí mismo representaba, e injustamente lo calificaban de dictador que, inconforme con la patria donde había nacido, disponía de la de Cuba, dos patrias: «(…) donde pasar, alternativamente los días de perturbación o de bonanza».
Pero muy pronto el espíritu eufórico se trocó en preocupación al conocerse que Máximo Gómez se encontraba enfermo y su estado físico era grave. Todo comenzó por una lesión en una mano, por donde penetró una infección que se extendió por todo el cuerpo agotado por los años y el desgaste de las penalidades sufridas en las guerras. A Santiago de Cuba acudieron a examinarlo varios doctores acompañados de sus más íntimos amigos, indicándose, de manera casi inmediata, su traslado hacia la capital, a donde llegó el día 8 de junio. En el trayecto hacia La Habana le fueron practicadas dos cirugías; en la ciudad fue alojado en la espaciosa casa del Vedado.

La noticia se esparció como pólvora por todo el país. Los principales diarios se hacían eco de la noticia y los periodistas, ávidos de ocupar titulares en los principales periódicos, acudían cada día a las redacciones de estos con variados artículos, portadores de diferentes noticias cargadas de dramatismo. La población, preocupada también, se acercaba a las editoriales indagando sobre el estado del general. La Lucha, El País, La Discusión o El Figaro, entre otros, dedicaban espacios habituales a la noticia. Vale señalar que precisamente todo esto acontecía en momentos en que se realizaban los preparativos para la conmemoración del tercer aniversario de la instauración de la República.
En la edición del 21 de mayo de 1905 aparecía una foto de Gómez precediendo una crónica sobre su vida; en ella, a la par que se recogía el sentir y la preocupación en los centros políticos e intelectuales por su vida, el periodista -que firma con las siglas A. P.- daba rienda suelta a su lirismo y lo describía: «(…) flaco, nervioso, con las facciones enjutas y la mirada de águila (..) Las concepciones más novelescas, he pensado, fueron realidad en un capítulo de su vida; sus ansias de hechos gloriosos, que fue derramando en muchos años de sacrificios, superan a la imaginación del poeta que sueña con la inmortalidad».
Curiosamente esa foto antecedía a una del presidente Tomás Estrada Palma en el marco de celebrarse el tercer aniversario de la República; y es que a pesar de lo que podía significar la conmemoración de un aniversario más de la República, el sello moral de Máximo Gómez era sobrado motivo para atraer la atención de todos y cada uno de aquellos que vivían al día en el acontecer político y social cubano.
Con el paso de los días el estado físico del viejo General se agravó y para la segunda decena de junio era previsible el próximo y fatal desenlace. Sus fuerzas menguaban a ojos vista, definitivamente había caído para no levantarse. Los salones de la casa estaban ocupados por sus familiares y los más cercanos allegados, incluidos antiguos compañeros de lucha, entre ellos el general Bernabé Boza, quien fuera de sus más cercanos oficiales, lloraba la agonía de su viejo jefe. En los corredores y las calles cercanas a la casa la muchedumbre se agolpaba, para preguntarse unos a otros «¿cómo sigue?». De esa forma un acontecimiento tan privado como la muerte de un hombre, trascendía las paredes de la casa para convertirse en un acontecimiento público.
El propio día 17, en horas de la tarde, acudió a verle Tomás Estrada Palma acompañado de sus ayudantes. Resulta difícil concluir qué motivos llevaron al Presidente a realizar la visita. Tenía muchos: los años que de manera conjunta estuvieron inmersos en la independencia de Cuba, el respaldo que el viejo caudillo le había dado siempre; pero tampoco dejaba de ser cierto que la visita podría contribuir a mejorar robustecer su imagen política en momentos en que las aspiraciones electorales estaban presentes en la mente de muchos. Lo cierto es que independientemente de los propósitos particulares del Presidente, los periódicos más prestigiosos de la capital referían la visita del gobernante como un hecho digno de destacar.
Rafael Martínez Ortiz, describe de manera dramática los últimos momentos del General:
«A la cabecera del lecho el Dr. Pereda consultaba el pulso del general; se dilataba por instantes. Los últimos alientos de la vida desaparecían; solo se apreciaban los movimientos carfológicos de sus manos; parecían querer arreglar los pliegues de las sábanas. A las seis en punto el Dr. Pereda dejó el pulso para aplicar su oído al pecho del caudillo. Pocos minutos después, vuelto hacia la concurrencia, exclamó: “¡El general ha muerto!” y la misma frase “ha muerto”, corrió de boca en boca, cruzó el salón, ganó la calle, volvió a la ciudad, repitióse en todos los hogares y llenó de duelo los corazones de cuantos veían en el viejo guerrero la encarnación del valor y las virtudes cívicas.»

Una vez sobrevenida la muerte del caudillo se planteaba como prioridad la organización de sus exequias, evitando lamentables altercados como los acontecidos durante el entierro del general Calixto García. Para todos: pueblo y autoridades, el tratamiento que debía recibir, no podía ser menos que el de un presidente, pues aunque nunca lo fue tenía méritos más que suficientes para merecerlo.
Reunido el Senado, dictó luto por tres días, cada media hora era disparado el cañón de La Cabaña y a cada hora tañían las campanas de los templos. Cafés, restaurantes y oficinas públicas cerraron sus puertas, mientras colgaduras y banderas negras se veían en los edificios públicos de la ciudad. Estrada Palma decidió conceder a Gómez los honores de Presidente en la celebración de sus funerales, su cuerpo fue expuesto en el Salón Rojo del Palacio Presidencial -hoy Museo de la Ciudad-, algo que nunca antes se había hecho con otra persona. El Ejército llevaría luto por nueve días y los gastos del entierro correrían por cuenta del Estado, consignándose al efecto la cantidad de 15 000 pesos.
El cadáver fue embalsamado y sacado de la casa situada en el Vedado, para ser llevado al Palacio Presidencial, donde fue velado en capilla ardiente hasta el momento de su entierro, el féretro estaba cubierto por banderas cubanas y dominicanas. El Salón Rojo permaneció todo el tiempo con guardia de honor realizada por el Ejército republicano, a la cual se incorporaron antiguos compañeros de armas, algunos de los cuales se trasladaron desde otras provincias del país para rendir tributo. Fernando Freyre de Andrade, Juan Rius Rivera, Rafael Montalvo, Alejandro Rodríguez y Alfredo Zayas, entre otros, daban su parecer a la prensa sobre lo que para ellos había significado Gómez.
Multitud de coronas colmaban el lugar. Junto a las de sus familiares, llegaron varias enviadas de diferentes puntos de Cuba y entre las cuales resaltaban las de sus antiguos compañeros de Las Villas, del Ayuntamiento de Oriente, del poblado de Santa Clara, a las que se unían las del Presidente, el Partido Moderado, etc.
A las tres de la tarde del día 20, partió el cortejo fúnebre, acompañado de una amplia multitud que paulatinamente crecía, dando muestras de respeto y consternación. Un cuarto de hora antes se realizó la última guardia de honor por los generales Bernabé Boza, Manuel de la Vega y Amando y Eugenio Sánchez Agramonte. A las tres en punto fue cargado el féretro, sostenido, entre otros, por los cuatro hijos del Generalísimo y el Dr. Francisco Enríquez Carvajal, para depositarlo en el armón en que sería llevado al cementerio de Colón donde era aguardado por el Clero Católico, las fuerzas de Artillería y la Guardia Rural.
El cortejo se trasladó por toda la calle Obispo, para después alcanzar el Prado. A la altura del Parque Central se había reunido una multitud de personas deseosa de trasladar el féretro en sus hombros, lo que ocasionó disturbios y la intervención violenta de la policía, que con mucho esfuerzo logró reprimir el empuje de las clases populares, para quien Gómez era el General del pueblo. En varios momentos del trayecto se sucedieron hechos similares con la respectiva intervención policial. Una amplia muchedumbre acompañó el último recorrido del invicto general. Desde los balcones eran arrojados pétalos de flores que se desgranaban sobre su ataúd.
Los toques de silencio y la Generala, ejecutados respectivamente por José Cruz y Juan Barrera, ambos cornetas de Gómez, hicieron el ambiente aun más sobrecogedor en el cementerio, mientras se mantenían las descargas de ordenanzas. Después, la concurrencia se retiró lentamente, pensando la mayor parte de ella, con seguridad, en la pérdida sufrida por Cuba. El cuerpo del General fue depositado de manera provisional en una bóveda, hasta construir el panteón que se merecía.
Desaparecía así una de las columnas de la patria, que no fue tronco inútil en la paz, porque continuó esparciendo la luz de su alma, la fuerza de su brazo, y la claridad de su mente en la paz mientras la salud se lo permitió, y que aún después de muerto era capaz de arrancar expresiones como las del periodista Manuel S. Pichardo: «¡Callad, que el ruido puede molestarle!, corazón tan viril, alma tan fuerte, que reducirlo y dominarlo, gigante esfuerzo le costó a la muerte».