La Semana de la Cultura

Semana de la Cultura en Perico. Foto: tomada de Radio Llanura de Colón

Para los pueblos pequeños desperdigados por la geografía matancera, la Semana de la Cultura es todo un acontecimiento. Las familias sacan los tres pesos que tienen guardados y los jóvenes estrenan sus mejores ropas por si, de casualidad, se encuentran con alguna muchacha forastera atraída por la música.

Asimismo, representa una dosis sana de protagonismo, la prueba anual de que hasta a esos lugares, tan alejados del ajustado presupuesto de las direcciones provinciales y municipales de Cultura, pueden llegar un par de bocinas y algún que otro artista.

Siempre me pareció paradójico el nombre de “Semana de la Cultura”. Martí nos legó que ser cultos era la única vía para ser libres; no obstante, seguro nunca se habría imaginado que siete días de libertinaje al año eran más que suficientes.

Pero que el término “cultura” no los engañe, en este caso es un mero eufemismo. Este tipo de celebraciones, la mayoría de las veces, se resumen en un par de bocinas con reguetón, la presencia de alguna agrupación artística local y unos cuantos quioscos con bebidas a precios inflados y comida para los más valientes.

Antes existían espacios que aprovechaban la dinámica de la semana cultural para promover realmente nuestro arte, nuestra música, nuestra literatura, nuestros valores. En el el pueblito donde nací, cuando yo era un adolescente, se hacía un taller literario con concurso y todo, y hasta se practicaba el repentismo.

Al final, ese tipo de experiencias enriquecedoras, como otras tantas en otros lugares, no partían de las instituciones u organismos municipales, que deberían ser los principales interesados, sino de proyectos personales que, a la larga, no recibían acompañamiento. Y ojo, no hablo ni siquiera de dinero o recursos, sino de reconocimiento, de legitimación, de apoyo.

Por otra parte, podemos ser más rigurosos con la planificación de este tipo de eventos que, por si alguien no lo sabía, cuentan con presupuestos ínfimos, pero que bien podrían garantizar un mínimo de decoro.

También está la deuda de brindarles a las comunidades rurales la posibilidad de acceder a la cultura de primer nivel de factoría local. Conozco a más de un artista que, por mucho premio y glamour que tengan, viajaría hasta de pie en una Diana, sin cobrar un peso, si el objetivo fuese sacarles una sonrisa a los niños de una escuela o poner a bailar a un asilo de ancianos. Solo faltaría la gestión y la voluntad de hacer.

Hace unos días, se celebró la dichosa Semana de la Cultura en uno de esos pequeños pueblos, donde todavía conservo algunos amigos. La imagen fue, por lo menos, desoladora. Precios impagables, incluso en las ofertas para niños y adolescentes, y música obscena a todo volumen, sin control de horarios ni de públicos, con bocinas conectadas a plantas eléctricas.

Después nos preguntamos por qué nos cuesta tanto defender nuestra cultura y mantenerla viva, pero es que allí donde hace más falta la dejamos morir. Siempre hay tiempo para cambiar, para hacerlo mejor, con cabeza; la cuestión está en empezar.

La cultura de un país no cabe en una semana; tampoco se puede medir en pesos ni en kilos ni en libras, ni siquiera cuenta para el porcentaje de crecimiento del producto interno bruto; pero el apóstol la equiparó con la libertad, y eso debería bastarnos para defenderla en cada rincón de esta Isla.


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Sobre el autor: Boris Luis Alonso Pérez

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