
Espero que en el rincón en sombras de alguna filmoteca, en algún recodo del ciberespacio o en la colección de cualquier martiano completista con suerte, exista al menos una copia de calidad de La rosa blanca o Momentos de la vida de Martí. Se trata de una de las películas cubanas más interesantes, difíciles de encontrar y, al tiempo, menos vistas hoy y peor apreciadas ayer, remontándonos a su polémico estreno en 1954, al año del centenario del Apóstol.
Curioso planteamiento que este filme, dirigido por un ícono de la cinematografía latinoamericana como Emilio “El Indio” Fernández, que abarca casi en su totalidad el canon biográfico de José Martí, que brinda una idea bastante acertada de su personalidad e importancia, no haya sido repuesto con frecuencia en televisión ni rescatado en otros formatos con la atención que ameritaría. Su sitio lo ocupa mayormente José Martí: el ojo del canario (2010, Fernando Pérez), y en menor medida, Páginas del diario de José Martí (1972, José Massip).
En realidad, las razones para su “malditismo” existen desde su mismo período de realización y momentánea fama, cuando la Comisión Nacional Organizadora de los Actos del Centenario de Martí, por encargo del dictador Fulgencio Batista, anunció la producción de una película en homenaje al conmemorado patriota. Un proyecto acariciado desde la presidencia de Carlos Prío. Primera objeción: pocos quedan realmente complacidos cuando el cine aborda, en sus limitaciones de tiempo y recursos, a personalidades y hechos muy arraigados en el país en cuestión.
De México, nación íntimamente martiana, fueron convocados el director, otros miembros del equipo y no se sabe muy bien cuánto de presupuesto. Segunda objeción: gente de otro lugar viniendo a contar la vida de alguien de aquí, de uno de los nuestros. En el fondo, tanto una como otra son objeciones de escasa apreciación cinematográfica, de las que nublan el valor real de un producto terminado y, cuando es demasiado tarde, sometido al escrutinio de estudiosos y admiradores de la figura pública que la ficción ha cubierto de fotogramas.

No sería La rosa blanca un caso aislado, sino uno entre muchos, donde el prejuicio influye en la manera de ver el arte que hay detrás, donde se cuestionan más las intenciones del proyecto que su resultado, donde el amor propio se transforma en chovinismo y este se camufla de “responsabilidad” a la hora de proferir las acusaciones. Para los estudiosos y admiradores que recién mencionaba, para los que van al cine con el libro de Historia bajo el brazo y se sientan en el rincón conflictivo de la platea, para esos oponentes ancestrales del espectador desprejuiciado, lo importante es defenestrar cuanto antes a los responsables y enterrar para siempre esa obra, buena o mala o regular.
Irónicamente, uno de los argumentos más empleados contra el Martí de esta película es su carácter estereotipado, cuando, en el propio tratamiento retrospectivo que se le da al Martí verídico, son muchos los cubanos que acuden a un estereotipo, a un tratamiento simbólico —hasta menos verosímil que el representado por Roberto Cañedo—, imposible de desencasillar a causa del pretexto de “respeto por la figura histórica”, imposible de relacionar con los conflictos de un hombre por encima de los conflictos de una deidad.
El guion de Mauricio Magdaleno, el propio Indio e Íñigo de Martino, cuenta con un plus de provecho: la presencia entre ellos de un especialista en Martí como era Magdaleno, al punto de ser el autor de un libro sobre el héroe, de publicación anterior a la existencia de esta película. De hecho, una reciente colaboración entre él y Fernández, titulada Un día de vida, estaba dedicada «a Cuba y a Martí”. Donde también participaba, por cierto, el actor Roberto Cañedo antes de soñar que acabaría interpretando tres años después al autor de Versos sencillos.
Aunque, al margen de tales curiosidades, que no sirven sino para rebatir las pretensiones de ignorancia que tan furibundamente se lanzaron contra los implicados en La rosa blanca, es justo reconocer la universalidad y la limpieza de narración conferidas a un revolucionario de vida tan intensa, itinerante y abarcadora tanto en lo político como en lo literario, en lo académico como en lo pasional. Es un recorrido más que documentado y no por ello demasiado prolijo, cosa digna de agradecer en este tipo de cine.
Para un espectador cubano, Martí siempre será y habrá hecho mucho más que este galán de acento mexicano, que en apenas un par de horas habla, escribe y lucha por su patria, tiene affairs y muere sin que nos hayan contado la mitad de cuanto realmente hizo. Para un espectador ciudadano del cinematógrafo —como diría Renoir, quizás el más martiano de los directores—, que es el estado ideal del espectador ante un producto, por mucho que este mueva en él las pasiones de su tierra, Martí también será y habrá hecho mucho más que este galán de acento mexicano, solo que… de igual forma que Lincoln con respecto a Henry Fonda, sin que por ello El joven Lincoln no sea una maravilla de John Ford.
De acuerdo; no será lo mejor ni más original que haya rodado Emilio Fernández, ni la influencia de Serguéi Eisenstein soplará con mucha fuerza en su montaje, ni como melodrama de aliento bélico será una obra más memorable que sus contemporáneas de Hollywood, ni es este en última instancia el mejor Martí que el cine puede darnos. Desconozco la también repudiadísima La que se murió de amor o Martí en Guatemala (1942, Jean Angelo), admito que la obra más devotamente martiana en lo audiovisual sería la de José Massip y reconozco al coming-of-age de Fernando Pérez un tacto y una pureza que ya quisieran para sí otros cineastas. Pero…

Es que a la vez contiene numerosas virtudes La rosa blanca, desde una sólida base de producción hasta una elaboración visual formidable (del extraordinario Gabriel Figueroa) que estalla en las horas previas a la caída en combate del patriota, solo estropeada por las apocalípticas condiciones de conservación en que he sido capaz de verla. Con lo cual resalto la preocupante duración de una hora con 40 minutos que posee mi copia, en contraste con las dos horas exactas que reza la ficha técnica en algún que otro sitio, y que así no es prudente emitir un juicio absoluto sobre una película. Juro haber visto hasta un cartel de interrupción de rollos en algún momento del mal digitalizado metraje.
Ah, pero esas veces que vislumbras belleza en lo oscuro, que recuerdas que el cine ya era arte desde que anidaba enroscado dentro de una lata de metal, un sentimiento de satisfacción le sacude el polvo a la obra que estás admirando. Por lo demás, aparte de esa solvencia poco reconocida en su momento, habría que agradecer a La rosa blanca que, a día de hoy, siga siendo el primer gran proyecto que se atrevió a rebatir lo que Fernando Pérez adujo de su propia película mucho más tarde: “El Martí adulto es intocable en una película”.
Al Indio no le salió del todo bien… pero, a mi juicio, y espero que al de futuros descubridores, tampoco del todo mal. Por lo menos osó incluir un discurso antiimperialista que al instante se convierte en el referente de burla más insólita a la censura en el cine cubano de su tiempo. Solo por eso este largometraje merecería un puesto más alto y visible que el que lamentablemente ocupa después de tantos años.
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