
¡Precios! Dentelladas que nos devastan
Es una batalla perdida en la que no ha resultado efectiva ninguna de las tantas acciones emprendidas para retardar, al menos, su constante ascenso.
Contra la escalada de los precios, toda estrategia para ponerle coto siempre termina en el intento o simple amague, que nunca se traduce en ese alivio definitivo que lleve un poco de sosiego a las personas que sufren cada día el incremento de productos inalcanzables, tomando como referente el salario mínimo de los cubanos.
Y es que la batalla parece perdida, sobre todo cuando un amplio sector de los nuevos actores económicos logra salir impune ante cada embestida fallida de los entes controladores. Y para mayor desatino, muchas veces los segundos son percibidos como “los malos” de este estrambótico entramado, cuando intentan poner un poco de orden en ese desaguisado en que ha devenido la comercialización de bienes y productos, desde lo que asemeja una anarquía total.
Solo así se puede describir el escaso efecto de las leyes, normas y resoluciones que con tanta frecuencia se aprueban, y que con tanta facilidad son eludidas.
Como ejemplo fehaciente, se pueden enumerar las tarifas y topes de precios aprobados por los consejos de las administraciones locales del Gobierno, los cuales nunca logran su cometido, despertando solo la hilaridad, incluso, de los que se verían beneficiados con esas medidas.
Pero es que, de antemano, todos intuyen que nunca se pondrán en práctica, que serán burladas como en tantas otras ocasiones, mientras los importes de los alimentos seguirán en ascenso, convirtiéndose en privativos de un sector sensible y cada vez más numeroso de la sociedad, si partimos del hecho de que vivimos en una población envejecida y, en muchos de los casos, de bajos ingresos.
En nuestro dramático día a día, adquirir artículos de primera necesidad se ha convertido en un quebradero de cabezas, sobre todo de ese grupo etario que no llega a mediados de mes con su esmirriado salario.
Si bien la inflación es un fenómeno global, en nuestro espacio geográfico inmediato, unas decisiones tomadas a destiempo y otras sin aplicar todavía golpean seriamente la estabilidad emocional de muchos seres que vieron cómo, de la noche al día, un simple tentempié —mencionemos un pan con dulce de guayaba— puede representar hasta el 10 % del salario de un jubilado.
La nefasta idea de apelar a la “Ley de oferta y demanda”, en una nación con una industria alimenticia casi precarizada y con pocas opciones de alcanzar altos niveles productivos y renglones competitivos, dejó el terreno servido a los nuevos actores económicos que basan su estrategia en la importación de productos terminados, listos para la venta.
No obstante, vale aclarar que, por más que se señale a este sector emergente —aunque ya no tanto, dado su protagonismo en nuestro acontecer— como culpable del alza de los precios, son los únicos con la capacidad de sostener con sus mercancías una parte nada despreciable de la demanda de la población. Muchas veces, en detrimento del sector estatal incapaz de jugar un papel más determinante, contentándose, al parecer, con el del simple revendedor de tales surtidos importados.
Preocupa cómo, a pesar de las facultades que se le han otorgado a estas entidades para gestionar productos agropecuarios y dotarlos de valor agregado, no logran incrementar sus mercancías ni ser contrapartida de los altos precios ante sus escasas ofertas.
Además, si bien hace algunos años el sector gastronómico perteneciente al Estado representaba una alternativa, por sus precios económicos, amén de la discutible calidad; desde hace un tiempo para acá, en muchos de sus establecimientos también se sufre el alto monto de las ventas.
En el otro extremo, agobiada y pesarosa, permanece esa gran masa de individuos que observa cada día cómo su salario se deshace sin apenas percatarse, y sin reponer tan siquiera una parte de la dieta que le proporcione la suficiente energía para el batallar diario que representa hoy el vivir entre las dentelladas constantes de los altos precios.