Los días de la lucha

Los días de la lucha
Los días de la lucha. Fotos: Raúl Navarro/Archivo Girón

Antes de indagar si había llegado la corriente, antes de juguetear con su baboso perro preferido, antes de quitarse la bata y ponerla a orear en el balcón, mi madre me cuenta que aún no se podía creer que el botero que la trajo a casa era un antiguo compañero de ella, un joven médico con quien coincidió en su anterior policlínico. 

El muchacho había recién salido de la guardia y se enganchó al timón. Ella aún creía en la sacralidad de la Medicina. “¿Qué es eso, Guillermito?”. No iba más allá de una pregunta retórica. Yo prefería no contestar. Me negaba a que la obviedad me cayera a sopapos otra vez. “¿Qué es eso, Guillermito?”, repitió ella y su rostro lucía cada vez más compungido, como si soportara un callado dolor. 

Quise. Quise. Quise decirle que se observara a sí misma. Después de trabajar más de 30 años como doctora de familia, se recontrató para poder tener dos entradas: la jubilación y el nuevo salario. Incluso, aunque le hayan subido el pago a los médicos, aún no alcanzaba. Darse un lujo hace mucho se convirtió en eso mismo: en un lujo. Entonces, ¿cómo se iba a sorprender de que boteara ese muchacho? 

¿No te acuerdas de aquel estudiante de Medicina que vendía ristras de ajo? Ese que, mientras desenrollaba la ristra que parecía una serpiente con escamas blancas cruzadas en el lomo, te decía que estaba en quinto año, pero que en su tiempo libre ayudaba al papá en la finca familiar. 

Por lo menos, ellos aún no renuncian. Aguantan ahí y, a cambio, queman vida. Otros no han resistido y ahora recogen el pedido en bares chic, ponen navajas en el cuello desde atrás del sillón de barbero, meroliquean en las redes con ropa Shein, con IPhones. 

Quise. Quise. Quise decirle que más de un estudiante me había pedido disculpas por no asistir a una clase porque debió cubrir un turno en la cafetería toda la madrugada. ¿Qué le tengo que decir, entonces? ¿No le pongo la asistencia? Mi clase sobre el uso del narrador omnisciente no le pondrá un file de huevos en las gavetas del refrigerador. Mi disertación sobre los predecesores del nuevo periodismo no le comprará la laptop que se ha vuelto imprescindible para cualquier universitario. 

Quise. Quise. Quise decirle que “eso” es ese muchacho que pretendió llegar a ser artista, que se echó 15 años en el sistema artístico de Cuba, que soñaba con ser pianista concertista, con su Steinway de cola larga y el Teatro Nacional. Ahora, ameniza las noches de dos o tres canadienses y un ruso extraviado en un hotel de Varadero. 

Quise. Quise. Quise decirle “eso” son mujeres que pregonan todo tipo de artículos domésticos que, cuando uno las contempla, parecen un hombre orquesta, pero las trompetas se transformaron en traperos, los tambores en cubos plásticos, los violines en tendederas. 

Quise. Quise. Quise decirle que “eso” es cuando algún señor te pregunta si ya terminaste con tu cerveza y te acerca un saco blanco para que arrojes la lata, y entonces sientes algún tipo de culpa burguesa por estar ahí, dándote un gustazo mientras él trata de conseguir unos kilos de aluminio que luego intercambiará por unos quilos de níquel en monedas dentro de Materia Prima.

Quise. Quise. Quise decirle que “eso” es el profesor de la Universidad, con todos sus posgrados y todas sus normas Apa y todas sus metodologías, que montó en su casa un horno casero cuando se percató de que eso de repasar para la Prueba de Ingreso no daba tanto negocio. 

“¿Qué es eso, Guillermito?”, volvió otra vez a la carga y yo sabía que, si no le contestaba algo, se me iba a tirar por el piso. Necesitaba por lo menos una respuesta que la calmara. 

“La lucha. Eso es la lucha”.

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