
Tony lo sabía. Se lo habían dicho en su cara. No le importó. El viento del noreste azotaba la costa de Matanzas aquel 8 de mayo de 1935. Antonio Guiteras, de 28 años, ajustó el cuello de su gabardina mientras observaba el amanecer sobre la bahía desde el fortín colonial de El Morrillo. Junto a él, Carlos Aponte, el venezolano de mirada incendiaria, revisaba el cargador de su revólver. Ambos esperaban al Amalia desde la noche anterior.

Carmelo González les aseguró que todo saldría bien. “Confíen en mí”, y los abrazó. Guiteras sabía de la traición, pero nunca se imaginó que fuera él: su amigo de la infancia. Las olas rompían contra las rocas. Aponte, mientras fumaba, recordó a Sandino: “En Nicaragua también nos traicionaron”. Guiteras asintió. Su mente volvió a los meses finales de 1933, cuando rebajó las tarifas eléctricas y enfrentó a los embajadores yanquis. Ahora, perseguido, solo tenía un revólver y la certeza de que rendirse no era una opción.
Un rumor de botas sobre la hierba seca. Guiteras aguzó el oído: no era el viento. Desde los matorrales, decenas de siluetas con fusiles Springfield avanzaban. “¡Emboscada!”, gritó Aponte. Los primeros disparos rompieron la tranquilidad de la aurora. El Amalia llegaría demasiado tarde.
Una bala rozó el brazo izquierdo de Guiteras. Sangró sin inmutarse. Con precisión militar —carrera que siempre añoró pero no pudo ejercer, por su ceguera—, respondió al fuego. Aponte, apostado tras una roca, derribó a dos soldados. “¡Aquí nos parten, Tony!”, rugió. El cubano esbozó una sonrisa triste: “Yo no me dejo coger vivo”.

Guiteras encendió un cigarro con manos estables. El humo se mezcló con el olor a pólvora. Recordó a su madre, Marie Theresse Holmes, diciéndole en inglés: “Tony, no seas terco”. Él, en español, le había jurado: “Cuba será libre”. Ahora, con el cargador casi vacío, su promesa se desvanecía.
Aponte, arrastrándose hasta Guiteras, musitó: “Antes de rendirnos, nos morimos”. El cubano miró al mar: “Nos morimos”. Un pacto sin lágrimas. Dos disparos finales: uno al corazón de Guiteras, otro a la sien de Aponte. Los soldados guardaron silencio.
El estruendo de los fusiles se apagó. La soldadesca, con rostros pálidos bajo el sol ascendente, avanzó sobre los cuerpos. Carmelo González salió de la maleza. Al mirar el rostro yacente de Guiteras —aquella mandíbula firme, los ojos aún abiertos hacia el cielo—, vomitó entre los matorrales. Uno de los oficiales escupió sobre el suelo: “Ni muerto te salvas de tu conciencia”.
Los soldados registraron los bolsillos de los caídos: encontraron un reloj de plata, una libreta con versos de José Martí y un mapa de Cuba marcado con cruces rojas. Un cabo rasgó sus páginas, arrojándolas al viento. Los papeles volaron hacia el mar, donde las gaviotas los confundieron con peces muertos.
Horas más tarde, en su despacho del Campamento Columbia, Fulgencio Batista examinó las fotos del cadáver con una mezcla de alivio y fascinación. “Parece más joven muerto”, murmuró. Aprobó su publicación en la prensa, pero sin mostrar heridas: “Que no parezca un mártir”. Para el anochecer, el rumor ya se esparcía por todo el país: “Lo mataron como a un perro, pero murió de frente”.