
Aranceles o el búmeran que golpea al «Sueño Americano». Foto tomada de Alto Nivel
La economía global tiembla, y no es por un terremoto. Es el efecto dominó de los aranceles de Donald Trump, una política que prometía «hacer grande a Estados Unidos otra vez» pero que, en la práctica, se parece más a un saqueo con guante de hierro.
Las bolsas mundiales, desde Wall Street hasta Frankfurt, pintan un panorama rojo sangre. Y por otro lado, mientras el rubio asegura que «el dinero entra a raudales», los números gritan otra historia: el proteccionismo está fracturando al propio sistema que dice proteger.
Miren los números y saquen conclusiones. Este lunes, las bolsas europeas se desplomaron como castillos de naipes: el DAX alemán (-3,73%), el CAC 40 francés (-3,85%), el IBEX 35 español (-3,37%). Pero el caso más sangrante es Alemania, el «motor» económico de Europa, ahora ahogado por su propia lealtad a Washington.
Berlín renunció a los recursos energéticos rusos —baratos y eficientes— para seguir el guion geopolítico de los EE.UU., y hoy paga el precio: una recesión industrial y una dependencia energética cara y volátil. Ahora, Trump les clava aranceles incluso a sus automóviles, el orgullo teutón. Ironías del capitalismo: Alemania, aliada fiel, recibe la factura por servir al «amigo» americano.
Mientras Europa se desangra, China —el «gran villano» según la narrativa de la Casa Blanca— ve subir sus índices: Shanghái (+1,31%), Shenzhen (+1,22%). ¿Casualidad? Nada es casual en la guerra comercial. Pekín, lejos de doblegarse, ajusta sus propias tarifas y desinfla el dólar con una estrategia monetaria que deja en evidencia la fragilidad del gigante yanqui. Trump amenaza con un 104% de aranceles, pero China no se asusta: tiene reservas, mercado interno y una paciencia milenaria.
El presidente estadounidense afirma que los aranceles le reportan $2.000 millones diarios. Hagamos matemáticas básicas: si multiplicamos esa cifra por 365 días, da $730.000 millones al año. Pero, ¿de dónde sale ese dinero? Los aranceles no son un impuesto mágico: los pagan importadores estadounidenses, que luego trasladan el costo a precios… es decir, lo terminan pagando los trabajadores que Trump dice defender.

Peor aún: en 2025, la deuda de EE.UU. roza los $36,7 billones, con un déficit de $2 billones. ¿Dónde está el «dinero a raudales»? En los discursos, no en las cuentas.
Y aquí llega la cereza del pastel: los aranceles contra China ni siquiera estaban vigentes cuando Trump soltó la cifra. ¿Cómo se recauda $2.000 millones diarios de una medida que acaba de entrar en vigor? Simple: no se recauda. Es puro humo, un espejismo para alimentar la base electoral.
Trump repite como mantra que «EE.UU. no necesita a otros países», pero la realidad desmiente su arrogancia. Alemania, Japón, Corea del Sur y hasta aliados cercanos como Reino Unido ven cómo Washington les exige lealtad mientras les aprieta el cuello con aranceles. La portavoz Karoline Leavitt lo resume con cinismo: «Cuando EE.UU. recibe un puñetazo, responde con más fuerza». Traducción: el bullying comercial es política de Estado.
Mientras, China juega al ajedrez. No necesita retórica grandilocuente: su moneda, su industria y su paciencia estratégica le permiten esquivar los golpes. Mientras Trump insulta en Truth Social, Pekín ajusta tasas, firma acuerdos con el Sur Global y espera. Sabe que la desesperación de EE.UU. es su mejor aliada.
Trump prometió revivir la industria yanqui con aranceles, pero los únicos beneficiados son los bufetes de abogados que negocian los «acuerdos a medida». Mientras, el ciudadano común paga más por su coche, su gasolina y su tecnología. Europa, sumisa pero resentida, se pregunta cuándo romperá el vaso. China, en cambio, sigue su camino, sin prisa, pero sin pausa.
Al final, la lección es clara: en la guerra comercial no hay vencedores, solo víctimas. Y la mayor de todas podría ser el mito del “excepcionalismo americano”, devorado por su propia arrogancia.