
Como si de un reverso realista de La sustancia se tratara, dirigidas y protagonizadas ambas por mujeres, The last showgirl pone bajo los focos el talento de un símbolo sexual de los 90 venido a menos —¿era posible reivindicar a la icónica y estigmatizada “guardiana de la bahía”?—, en medio de un drama sobre cómo el paso del tiempo debilita la luz del estrellato femenino. Drama modesto y descarnado, aunque menos dado a “la carne” que el filme de Demi Moore.
Donde Gia Coppola obtiene altas dosis de desnudez no es tanto en lo físico como en lo emocional. Incluso en lo técnico, tras esa calidad de imagen cruda en 16 milímetros, desde el primer momento causa la impresión de ser una película desnuda en más de un sentido, que va a ir al grano y no solo al de celuloide.
Al saber de ella, mi primera reacción fue pensar en La rosa del desierto. Mientras hojeaba esa novela de Larry McMurtry, todo el tiempo tuve fotogramas en los ojos. Aquella corista de Las Vegas que se quedaba sin trabajo a una edad peligrosa para las de su profesión, nunca cobró vida en la pantalla, ni con el interés de Goldie Hawn por medio. El tercer largometraje de Coppola comparte la esencia de su historia, y en cierto modo suple el vacío de su todavía pendiente adaptación.
Nos propina la clase de desgarro, de bofetada directa, que tanto le gusta ver a Almodóvar en el cine americano y recomendar en el suyo propio. No es sórdida ni vulgar porque, de antemano, da por hecho lo sórdido y vulgar del mundo que aborda en sus postrimerías. Ese mundo, que se revela como un infierno pulp en el caso de Verhoeven y su incomprendida Showgirls —quizá la obra maestra de este subgénero—, esta vez deja de ser una atmósfera sexual opresiva y se muestra desde el realismo decadente. Se reducen las metáforas y abundan las evidencias, casi en tono documental.

Pamela Anderson funciona en el ocaso como Elizabeth Berkley funcionaba en el ascenso: actriz y actriz, película y película, se complementan. En apenas hora y media, The last showgirl no solo hace un reportaje intimista, tras bambalinas, sobre una bailarina de Las Vegas en el adiós profesional; también logra su precuela. Ves a Shelly Gardner (Anderson) deslumbrada por primera vez ante el neón de la “ciudad del pecado”, la ves renunciar a ser buena madre, la ves defraudada por un hombre que amó y apoyada por la amiga que menos esperó; todo esto mientras en realidad la estás viendo asistir a sus últimos días en el Strip, con la tristeza e incertidumbre que ello implica.
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Unos créditos iniciales, hermosos, iridiscentes como los de Anora —otra gran woman picture de 2024—, me remiten mucho a los de Imitación a la vida, el poderoso melodrama que, en su semilla, ha alumbrado posteriores momentos de reproches y dolor entre madres e hijas en la intimidad. Por ejemplo, los que sostienen aquí Shelly y Hannah (Billie Lourd), donde no parece existir reconciliación posible y de veras conmueven los esfuerzos de la madura bailarina por reparar los jirones de su vida personal.
Shelly Gardner se mueve con ese mismo impulso de ingenuidad y concilio en casi todos los ámbitos. En su trabajo, se niega a aceptar que todo ha acabado, que se le han roto las alas —literalmente—. Entre sus amigas, no es siquiera la de mayor liderazgo —para eso está Jamie Lee Curtis en uno de sus mejores papeles de reparto, patética e inconmensurable al ritmo de Total eclipse of the heart—, pero sí adopta un rol protector para sus compañeras más jóvenes y con ellas mantiene vivo su instinto maternal, ese que su hija considera tardío y prácticamente extinto. Pero Shelly, pese a los desaires de Hannah, del showbusiness, de la vida, lo intenta.

También intenta triunfar en una audición, la primera que se le presenta desde que sabe de su inminente despido y a la que acude mintiendo sobre su edad. Mi canción predilecta de Pat Benatar acompaña sus movimientos y, de cerca, una luz purgatorial expone las arrugas indisimulables de las manos. Una canción desesperada para una escena desesperada. Y, por doloroso que nos resulte, ese momento va a ser perdurable como pocos más a lo largo del metraje.
¿Cuántas veces habremos visto ya en el cine a una bailarina presentarse a un casting, reproducir su canción de batalla y desplegar habilidades de flashdancer con todas sus fuerzas? Reacia a marcharse deprimida de ese escenario, donde alguien en sombras juzga en menos de un minuto si ella vale o no, si “she’s for real” o no. Son muchas las veces. Pero ¿cuántas le hemos dado la razón a quien juzga?
Desde que la rechazan formalmente hasta que, dada su insistencia, alguien tiene que decirle una verdad que, para colmo, no se toma de buena manera (que ya no se mueve sexy, que para bailar en Le Razzle Dazzle nunca hizo falta más talento que cuerpo, entre otras verdades relacionadas), lo evidente es que ella cree en su arte. Y por eso insiste. O se esfuerza por creer y llamar arte a lo que tantas audiencias durante su carrera no han considerado más que un festival de culos y brilli brilli sobre el escenario. Su hija también se lo dice. Y eso le duele tanto o más que el mayor de los desplantes.
La elección de Pamela Anderson para este protagónico es toda una declaración de intenciones y hasta de ambigüedad: elegida para exhibir de una vez sus dotes artísticas por encima de las anatómicas, es un acierto que en la ficción también le toque ser esa rubia ¿superficial o superficializada? a la que el mundo no ha dejado mostrar que tiene tanto dentro como por fuera… o al menos que dentro tiene algo, así sea una pizca de bondad y afecto para los suyos cuando la realidad circundante se pinta demasiado gris. Es a su vez innegable la calidad interpretativa de otro por el que, como actor, pocos apostarían: hablo de un Dave Bautista cada vez más convincente, convertido aquí en verdadero característico de reparto.

Sin grandes sobresaltos ni giros bruscos, The last showgirl se narra en los rostros, en los tiempos muertos, en la sensación de una época que acaba. Más que narración, es descripción lo que se nos ofrece. Bella y brutal como cualquier hito independiente de los 70. Digna del apellido Coppola, pero curiosamente filmada por quien se intuye más una heredera en estilo de Cassavetes que de su propio abuelo, Francis, o de su tía Sofía. Una descripción concisa y transparente, al punto de que entendemos a los personajes, quiénes son, de dónde vienen y hasta a dónde irán una vez acabe todo, como si el guion de Kate Gersten no tuviese inicio ni final definitivos.
Prácticamente es la historia de una jubilación que le llega a alguien consagrado, como en otro sentido pudiese serlo la fordiana Alas de águila, y, por tanto, una historia sobre cuánto cuesta despedirse de las amistades y de las rutinas. Sobre necesitar de esa familia en casa que quizá no fue prioridad, que quizá voló de casa. Sobre adaptarse a una vida nueva cuando ya no quedan fuerzas para emprender vidas nuevas.
Sobre correr sin aliento —como dice la canción de Pat Benatar— con las sombras de la noche, y desear que al final del espectáculo haya alguien en el público dispuesto a cogerte de la mano y emprender juntos la retirada, cuando ya no quede nadie por quien volver la vista atrás.

FICHA TÉCNICA
Título original: The last showgirl; País: Estados Unidos; Año: 2024; Dirección: Gia Coppola; Guion: Kate Gersten; Fotografía: Autumn Durald Arkapaw; Montaje: Blair McClendon, Cam McLauchlin; Música: Andrew Wyatt, Miley Cyrus; Reparto: Pamela Anderson, Jamie Lee Curtis, Dave Bautista, Billie Lourd, Brenda Song, Kiernan Shipka, Jason Schwartzman; Duración: 83 minutos