
Por cualquier ventana o desde una puerta, de las casas situadas en la calle de Santa Rita, en el barrio de Pueblo Nuevo, en la Ciudad de los Ríos y los Puentes, se podía escuchar esa exclamación: “Ya viene el chino Vitelio”.
Era él un “paisa” asiático, de mediana estatura, delgado, pero fuerte. Cuando lo conocí, yo cifraba los 13 años de edad, más o menos, y el chino ya andaba por los 50 y tantos.
Siempre impecablemente vestido de blanco, incluido su calzado, de suela de goma y cubierta de tela de saco de harina, por supuesto, sin etiqueta.
En uno de sus nervudos antebrazos colgaba un paño, también de ese color, y en el otro portaba un artefacto metálico, encristalado por sus costados, que permitían apreciar su mercancía: cucuruchos y gofio de maní, sabrosos en verdad, que se mantenían calenticos porque en la parte baja del equipo mantenía un mechero.
El cucurucho contenía alrededor de 20 granos. Su precio: tres centavos; y el gofio, cinco centavos. Ambos productos de exquisita calidad, más aún el gofio, de un sabor agradable que perduraba en el paladar por largo rato.
En la actualidad algunos vendedores de este último producto anuncian en sus tablillas que se trata de turrón, pero en realidad no lo es, es sencillamente gofio de maní, montado en molde de turrón.
No obstante, al que vendía el chino Vitelio no le encontrabas ni un solo grano de azúcar, lo que sí ocurre con esos que se expenden ahora. Además, lo diferencia también la suave textura del producto.
El chino Vitelio mismo elaboraba sus productos, con la sempiterna paciencia de los de su raza. A lo anterior se sumaba su trato amable, atento, con una eterna sonrisa en sus delgados labios.
—¿Paisa, qué traes? Le preguntó un paseante cuando yo le compraba al “narra” el pequeño envoltorio de gofio.
—Tostao maní y gofio. ¿va a complá…?
—Sí, me dijeron que eran buenísimos, que ningún grano está echado a perder, ni tampoco viejo (como sucede en la actualidad con aquellos que los venden carísimo y cada cucurucho, alargado exprofeso, solo contiene entre 12 o 15 maníes).
—¿Ya plobó…, cómo están…?
—Sabrosos y con punto exacto de sal.
—Yo sabía le gustaría, señó…glacia…
Ese pasaje anecdótico podía suceder cualquier día de la semana, alrededor de las 7 de la noche.
El chino venía caminando desde la Calzada de San Luis, donde poseía una bien aprovisionada huerta. Atravesaba toda la calle de Santa Rita, hasta casi llegar a La Playa.
Después de finalizada su venta, ventana allí, puerta allá, transeúnte acá, Vitelio encaminaba su paso lento hacia su hogar, situado al centro de su pequeño terreno cultivado.
Ya avanzado en edad, él vendía sus cucuruchos y paquetitos de gofio sentado en una sillita extensible, en la acera de la mencionada Calzada. Como siempre, vestido de blanco, con su camisón de amplias mangas.
Por allí pasábamos cuando los muchachones del barrio asistíamos a las tardes beisboleras en el Palmar de Junco.
Así recordamos, con admiración, al chino Vitelio.
(Por Fernando Valdés Fré)
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