Crónica citadina: ¡Cojo, suelta la botella!

Crónica citadina: ¡Cojo, suelta la botella!
Crónica citadina: ¡Cojo, suelta la botella!

Esa frase se hizo muy popular a inicios de la década de los años 50. Quizás se haya dejado escuchar en fecha anterior. Pero personalmente, no puedo dar fe de ello, pues yo comencé a ir con regularidad al cine en la década siguiente, o sea, en los 60.

Tal expresión burlona: ¡Cojo, suelta la botella! la enarbolaba la muchachada quinceañera del barrio (también algunos adultos) cuando se interrumpía la proyección de una película, mucho más si el filme era de acción, como decíamos en la época.

La pantalla se podía quedar en blanco por varias razones: por la rotura de la cinta de celuloide o del propio equipo de proyección e, incluso, porque el operario no revisó debidamente el orden de los rollos, y violaba así el transcurso lógico del largometraje.

Solo se calmaba la algarabía cuando después de varios minutos se reanudaba la función.

Conocí a dos hombres que se relacionaban con las salas de exhibición: ambos cojos, uno blanco y el otro mulato, de apellido Buzuá. Altos, delgados y, sobre todo, malcarados. Uno de ellos vivía en el barrio de Pueblo Nuevo y el otro en el de Matanzas.

Indistintamente, los veía en los cinematógrafos Moderno o Abril, ayudando en el trasiego de las cajas contentivas de los rollos. Tal vez solo conversando con la taquillera o la acomodadora.

Entre esas dos salas de exhibición existía una combinación consistente en programar la misma película (que fuese exitosa, por supuesto: un Western, una aventura o un policíaco), con diferentes horarios de inicio de sus respectivas tandas.

El traslado de los largometrajes entre una y otra lo realizaba un hombre propietario de una bicicleta con parrilla delantera, donde situaba las metálicas cajas. Si el Abril comenzaba su función a las 7 de la noche, el Moderno empezaría a las 7:30.

La situación con el horario se podría enmarañar un poco si estuviese lloviendo a esa hora, pero no, el precavido transportista llevaba siempre consigo una gruesa capa de agua.

Lo del ¡Cojo, suelta la botella! quizás era porque a alguno de los dos lisiados lo vieron consumiendo un trago de ron en la barra del Baturro o en La Dominica. Tal vez lo vieron tambaleándose debido a su defecto y lo asociaron a que ello se debía a unas copas de más.

Cría fama y acuéstate a dormir, dice un viejo refrán. Lo cierto es que sí existieron dos personas, vinculadas a las mencionadas salas, y las dos poseían ese defecto.

Personalmente, conocí a un proyeccionista: Juan Arístides Portilla, a quien diariamente yo le llevaba la cena que le enviaba su esposa Alicia Fré Scull, primero al cine Abril, y después al Matanzas (he mencionado tres cinematógrafos que, lamentablemente, ya dejaron de funcionar como tales, lista en la cual agregamos el Misha).

Por esas visitas diarias, en la primera tanda (de 6:00 a 7:30 pm) supe cómo se pegaban, con acetona, los rollos de celuloide rotos- Siempre había que revisarlos uno a uno, para evitar las interrupciones. Además, Arístides verificaba el funcionamiento de todas las partes del equipo de proyección; colocaba la cinta y la situaba en punta, para iniciar la función, sin contratiempo. Durante su turno de trabajo, nunca se oyó el molesto coro ¡Cojo, suelta la botella!, pues este dedicado operario, era abstemio. (Por: Fernando Valdés Fré)

Recomendado para usted

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *