Armando Santana: domador de hierros y caballos

Armando Santana: domador de hierros y caballos

Sobre una colina, en un área conocida como Figueras, han transcurrido los más de 60 años de Armando Santana Sánchez. Aunque manifiesta que los rigores del campo han provocado que el tiempo caiga sobre su anatomía con mucho más severidad que si viviera en la ciudad, aún puede sostener un martillo y golpear un hierro cientos de veces para moldearlo a su antojo.

Detrás de su casa de madera, se erige una edificación donde permanecen los utensilios más empleados por el campesino: el yugo de los bueyes, una montura, las espuelas, una volanta y, en el centro, una fragua artesanal que le permite realizar innumerables aditamentos para sus herramientas.

Para la construcción de la fragua se empleó la llanta de algún equipo pesado que funciona como embudo donde colocan la leña. A ella va conectada un tubo rematado por una manivela. Al rotarla, genera el aire necesario para avivar el fuego que permite al herrero calentar el hierro a altas temperaturas, hasta hacerlo maleable.

Antes, recorre el monte en busca de troncos. Prefiere el aroma o un piñón florido. Luego le retira las astillas con el hacha las coloca en el interior de la fragua. Con el metal al rojo vivo, comienza a golpearlo sobre el yunque para darle forma.

Con esa técnica antiquísima, el campesino fabrica las herraduras y clavos para su caballo. No hace mucho le hizo mejoras al aporcador, al tornear dos láminas gruesas que ahora se fijan mejor a la guía de madera. Solo espera el cambio de luna para preparar la tierra y comenzar a cultivar la yuca.

Desde su casa, logra divisar una gran piedra de materia volcánica que siempre ha despertado la curiosidad de los lugareños. Su color grisáceo no guarda relación con el entorno donde prevalecen las diversas tonalidades del verde.

Incluso hasta ese sitio, han llegado especialistas para investigar esa formación geológica. En torno a la roca han surgido mitos relacionados con tesoros enterrados, pero Armando no le da mucho crédito a esos cuentos de caminos.

Lo suyo es trabajar y cuidar los animales de su finca, sobre todo frente al continuo embate de los maleantes. A veces, quisiera radicarse en la ciudad de manera definitiva, pero esos arranques se apaciguan cuando detiene su mirada en la numerosa cría de su patio.

En una nave con techo de guano que quedó a medio hacer, dormitan decenas de chivos que de un momento a otro recorrerán la sábana en busca de pasto.

En otra área de la posesión, se avista un espacio de hierba rala pero de un verde intenso. Aunque los arbustos de aroma crecen en los límites del campo, no han logrado avanzar hacia el centro del potrero.

Allí pastan dos bueyes y una yegua joven. Ante la presencia del dueño, el equino levanta la cabeza; al no recibir ninguna señal de su dueño, continúa pastando tranquilamente. Quién sabe si, al observar a la bestia, Armando rememore aquellos años mozos cuando era un domador afamado en un gran plan genético en áreas de Bacunayagua.

Aunque han pasado varias décadas, el hombre conserva decenas de fotos de aquella época de la cual habla aún con entusiasmo, como si la reviviera a través de sus palabras.

***

En una ajada foto que ha perdido los colores por el paso del tiempo, se ve a un hombre joven con sombrero oscuro y una camisa negra de hombreras rojas. También porta un pantalón beige protegido por una chaparrera de cuero. El domador, que no es otro que Armando pero mucho más joven, acaricia con una mano la cabeza de un hermoso ejemplar, mientras que con la otra le sostiene las bridas. La imagen logró detener el instante en que el caballo levanta la cabeza contra la palma de la mano, como si correspondiera al gesto amistoso.

El brioso caballo es de la raza Morgan y, a pesar de la opacidad de la foto, reluce la crin dorada que se hace más llamativa por el tono castaño del animal. Pero para más singularidad, las cuatro patas están rematadas en un color blanco.

Armando asegura que podría anotar en una libreta el nombre de los cientos y cientos de caballos y yeguas que domó. Y hace esa salvedad, porque afirma que disfrutaba más amaestrar las hembras por fuertes e inteligentes.

“Son mucho más resistentes —remata, para agregar seguidamente—: un caballo demora hasta tres años en ser domado, a diferencia de las yeguas, que a los dos y medio ya está obedeciendo.

“Para domar un caballo cerrero primero le colocas la jáquima y le das rienda larga. Así pasarán los días, tú y el animal a solas en un corral, uno en el centro y la bestia trotando en círculos. Luego lo enseñas a cabrestear, que no es otra cosa que hacerlo seguirte dócilmente a donde quieras que vayas, guiado por un cabestro o cuerda”.

Lo más difícil del proceso era colocar la montura. Solo un buen jinete, curtido y con fuerzas, lograba mantenerse encima del animal si se encabritaba, sosteniendo las riendas para demostrar quién mandaba en el corral.

Nunca sufrió un golpe o una caída en sus lides como domador; aunque no ha conseguido domar del todo a la joven yegua que hoy pasta en sus predios. Solo resta ponerle la montura, pero ya no se siente como aquel jinete vigoroso e intrépido que en sus años mozos entrenó hasta campeones nacionales en ferias agropecuarias.

“Los años estropean el cuerpo, y una caída a mi edad pudiera ser letal. Antes dominaba la furia de un semental en celo. El macho no montaba a la yegua hasta que yo se lo permitiera”.

A veces la nostalgia le convida a hablar de Malila, Carinoa, Tequina, nombres de los tantos animales que domesticó.

Por domar, amaestró hasta toros, según asegura. Y ese dominio absoluto sobre la voluntad de las bestias se aprecia al acercarse a Capitolio y Abrecampo, dos bueyes robustos que se dejan manipular mansamente por el guajiro.

Atraviesa el potrero y los animales de tiro le siguen dóciles, conociendo el recorrido. Suben la colina y se detienen junto a la rústica carretera. Mientras el productor le coloca el yugo, apenas realizan movimiento, a no ser alguno de la cola para espantar un insecto.

El veterano recorrerá la zona cargando yaguas y troncos para culminar el techo a medio hacer de las naves de los chivos, o buscando leñas para alimentar la fragua. Quizá sentirá algún achaque por el rigor de los años, y hasta piense en alejarse algún día definitivamente de aquella geografía intrincada, ubicada mucho más allá de los límites del Valle del Yumurí.

Por ahora avanza por senderos que por momentos parecen túneles ante la frondosidad de los árboles. Más de seis décadas recorriendo un espacio crean un lazo imperecedero del que a veces cuesta separarse. Y esos lugares también asumen la esencia del hombre que los habita. Cada árbol, cultivo o cría lleva esa impronta nacida del sudor.

Una finca es el resultado del hombre que la vive. Y en una colina de Figueras existe una casa hace más de 60 años que conoce y atesora todos los recuerdos y sentimientos de un campesino que, más allá del paso irremediable del tiempo, será eternamente parte del entorno.

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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